¿Quién no ha sentido alguna vez ese cosquilleo inquietante al pensar en el futuro? Esa mezcla de ansiedad y miedo ante lo desconocido es una experiencia casi universal, pero ¿qué ocurre realmente en nuestra mente cuando tememos lo que está por venir?
La psicología y la neurociencia han estudiado este fenómeno, conocido como “ansiedad anticipatoria”, y han encontrado que está estrechamente relacionada con nuestra necesidad innata de control y con la intolerancia a la incertidumbre.
Cuando imaginamos el futuro, nuestro cerebro activa la amígdala, una estructura clave en la gestión del miedo y la amenaza, mientras que la corteza prefrontal se encarga de elaborar escenarios y estrategias para anticipar lo que podría ocurrir.
Sin embargo, en muchas personas este proceso se desborda, generando una avalancha de pensamientos catastróficos y preocupaciones que, aunque no estén basados en hechos reales, se viven con una intensidad casi tangible.
Según datos recogidos en estudios sobre trastornos de ansiedad, aproximadamente un 5% de la población mundial sufre un trastorno de ansiedad generalizada, caracterizado por esta preocupación excesiva y constante, muchas veces relacionada con el futuro.
Pero no hace falta llegar a un trastorno clínico para experimentar el miedo al futuro: en nuestro día a día, la incertidumbre y la presión social por tenerlo todo controlado aumentan esta sensación, especialmente en una era marcada por la rapidez y el cambio constante.
La investigación clínica ha demostrado que técnicas basadas en la terapia cognitivo-conductual (TCC) y la atención plena o mindfulness son efectivas para reducir la ansiedad anticipatoria.
La TCC trabaja ayudándonos a identificar y cuestionar esos pensamientos automáticos negativos —esas voces internas que nos dicen “todo va a salir mal”—, sustituyéndolos por interpretaciones más realistas y adaptativas.
Por otro lado, el mindfulness nos entrena para estar en el presente, observando nuestras emociones y pensamientos sin juzgarlos ni dejarnos arrastrar por ellos.
Estudios neurocientíficos, como los realizados por Richard Davidson y colaboradores, muestran que la práctica regular de mindfulness puede disminuir la actividad de la amígdala y fortalecer las áreas cerebrales responsables de la regulación emocional, lo que se traduce en una mayor capacidad para manejar el estrés y la ansiedad.
Además, aprender a tolerar la incertidumbre —es decir, aceptar que no podemos controlar ni prever todo— es fundamental. Aunque esta idea puede resultar incómoda, saber que la incertidumbre es una parte inevitable de la vida nos libera de la carga de querer controlar lo incontrolable. De hecho, investigaciones recientes sugieren que las personas con mayor tolerancia a la incertidumbre presentan mejores niveles de bienestar emocional y menos síntomas de ansiedad.
Por último, enfocar nuestra energía en el presente y en las acciones que sí dependen de nosotros, en lugar de anticipar escenarios futuros catastróficos, nos ayuda a vivir con más calma y satisfacción. Porque, aunque el futuro sea incierto, está hecho de pequeños momentos presentes, y es en esos momentos donde reside nuestra verdadera capacidad para construirlo sin miedo.
Por su interés reproducimos este artículo de Violeta García publicado en el Diario de Las Américas