Nadie merece ser asesinado por muy asesino que sea. Por eso, las sangres de todas las guerras son nuestras sangres y, lejos de lamentar las consecuencias, lo que debe hacerse es evitarlas. Que luego todo se va en tú tuviste la culpa o aquel que no supo distinguir o el de más allá que fue un insensato.
La mal nombrada Ley de Memoria Democrática fue promulgada para ajustar cuentas; no para reconciliar, sino para dividir; no para el perdón, sino para untar los tiempos otra vez de veneno. Esa ley es una mentira enmascarada en buenos propósitos que no caben en la mente de los que la urdieron. Ni en el coraje de los que, pudiendo, no quisieron derogarla. Antes de recordar, es indispensable purificar la memoria con el olvido evangélico, porque nadie estuvo, ni está, limpio de pecado.
Es profundamente grosero y lastimoso que, después de 85 años, queramos licuar la sangre seca. Como ya no hay muertos que desenterrar les animo, por respeto convivencial, a que saquen ya los dedos de la llaga y miren hacia delante los vengativos, los perezosos y los masoquistas.