PEDRO SOLANS
Madrid es eterna, la ciudad que me hace triturar el desarraigo, la ciudad que seca el Atlántico para que los lazos se fortifiquen aún más.
En Madrid, ya no están Marcos Ana, ni Osiris Rodríguez Castillos, ni Antonio Hernández Ramírez ni Almudena Grandes; pero desde el asombro de la vida se multiplicaron las diosas y los dioses: mi querido Luis García Montero, mi queridísima María José Romero Santiago y Raquel Caleya, siempre Raquel a la hora del broche final, el de oro.
En Madrid, en este Madrid otoñal, celebro mi otra vida, la de la pausa, la de los versos lentos como los pasos por las calles que corrí poemas y ganas de comer con sed. Y, como peregrino creyente en lo que no se ve y en la poesía, vine a agradecer como bien agradecido, y ahí, como la puerta de Alcalá, ¡ahí están las librerías! La Rafael Alberti en Moncloa, la Gabriela Mistral a pasos de la Puerta del Sol y Tipo Infame en Malasaña. En ellas, leo poemas de Luis, a tono, una y otra vez, porque son poemas de amor; luego busco mis versos en el portal 20 de la calle Las Infantas, detrás de la Gran Vía. Llego, golpeo y me atiende un pibe de 24 años, argentino con rostro de futuro, y me dice: “No te preocupes. Tu memoria es el presente”. Lo saludé, agradeciendo a todos, al olor de las calles, al viento, a quienes no conozco, a los bares escondidos, al cielo y al frio y a mis pasos, y a mis recuerdos que no se rinden porque el olvido es una traición del diablo que se camufla en una nube que tiene dueños.