Hoy: 22 de noviembre de 2024
El pasado 6 de octubre se estrenó en cines Los renglones torcidos de Dios, la última película de Oriol Paulo –que ya estuvo detrás de El cuerpo, de Hugo Silva, o Contratiempo, de Mario Casas y José Coronado–, una adaptación del cásico homónimo de la literatura postfranquista escrito en 1979 por Torcuato Luca de Tena.
El filme nos sitúa en las botas de Alice Gould (Bárbara Lennie), una detective privada que finge una paranoia para ingresar en un centro psiquiátrico en el que supuestamente se encierra un terrible crimen. Allí se topará con Samuel Alvar (Eduard Fernández), el director de la institución, quien le hará partícipe de una realidad que pondrá a prueba su presunta cordura.
Lo primero que llama la atención de la cinta es su ambientación. El director busca recrear una sensación de claustrofobia y derrotismo que impregne los escenarios de la película, vestigio de tiempos remotos en los que la denominación de “manicomio” era la más extendida y, en cambio, “centro psiquiátrico” apenas se había afianzado en el imaginario colectivo. A este propósito contribuye el cielo, casi siempre encapotado y de color plomizo, que destaca en todas las escenas de exteriores. Por otra parte, la luz artificial procedente del interior de la instalación parece simbolizar los primeros pasos hacia la democracia, la superación de los últimos reductos de un régimen ya caído que languidece fuera.
Pero, sin duda, el rasgo más sobresaliente es la fidelidad de la película con los puntos esenciales de la novela. Paulo se esfuerza en conservar la solemnidad que emana de las líneas del diálogo, más próximas al teatro que a la gran pantalla. Y, sobre todo, pone especial énfasis en inmortalizar los innumerables giros argumentales de los que hizo gala la obra de Luca de Tena.
No se trata de una trama policial al uso en la que el cineasta vaya dejando un reguero de pistas que se puedan atar conforme avanza la proyección. Al contrario, el derrotero por el que discurre Los renglones torcidos de Dios sigue unos caminos quebradizos e inverosímiles, con tantas curvas y cambios de dirección que los espectadores se verán obligados a desechar sus cavilaciones iniciales para acostumbrarse forzosamente a un nuevo volantazo en el guion.
Finalmente, la película es, ante todo, una oda al intelectualismo y a la consolidación de la alfabetización en España. Alice Gould no solo encarna el ideal de la mujer que defendía Luca de Tena, sino que también constituye el ejemplo de lo que, a juicio del literato, cualquier persona debería aspirar a ser: atractiva, cultivada y segura de sí misma, con una perspicacia que raya en lo inconcebible.
El perfil de la protagonista se confronta con el de Samuel Alvar, un hombre que levanta ante sí una fachada de autoconfianza tras la cual se parapeta una inseguridad manifiesta. Ambos beligerantes se enzarzan en una sanguinaria lucha dialéctica entre el que sabe y el que cree saber, entre la autoridad y la lucidez que la desafía, entre el plano académico y el sentido común, entre la templanza impostada y la sangre fría.
Finalmente, el autor de la novela se aseguró de esconder entre las páginas un mensaje subrepticio de reivindicación de la mujer. Un mensaje que, quizá ahora, en época de progreso, sea considerado demasiado sutil, pero que, en los tiempos que entonces corrían, denotaba una mentalidad más que avanzada. Paulo respeta al máximo la decisión de la obra original y desliza algunos postulados relacionados con la igualdad, mientras que deja las discusiones sobre su trascendencia a la libre interpretación del espectador.
Los renglones torcidos de Dios es una película de trama compleja que fuerza al espectador a prestar atención para no perder detalle de los acontecimientos. Sin embargo, sus excelsos protagonistas, sus brillantes diálogos y sus fulgurantes giros argumentales la convierten en una obra francamente bien resuelta cuyas dos horas y media de duración se harán muy cortas y disfrutables.