Si Don Quijote hubiese pasado por Veraluz no habría encontrado castillo para velar sus armas porque, aunque es fortaleza a modo de castillo, lo que más se distingue en Veraluz en un inmenso torreón cuadrado que, además de espantar a los invasores de cualquier tiempo, ha servido para salón de actos, escuela, guardamuebles y trastos inservibles, detrás de los cuales, se han visto más de una vez besos y aprietos sostenidos. Aunque no la propiedad, los duques sí cedieron al pueblo su uso y su disfrute.
A pesar de que el torreón dista cincuenta metros de la iglesia y de la plaza, de noche se volvía entonces intransitablemente oscuro, sin que nadie pusiese remedio ya que era lugar propicio para los devaneos y encuentros convenidos. Lo importante en esos momentos no se detenía en “la fatiga de si nos ven”, sino en el estreno de lo desconocido. Algunas veces coincidían detrás del torreón quienes no deseaban encontrarse pero, tácitamente, se guardaban unos a otros el secreto.
Pilar, destartalada y grande, cuidaba con su hijo la fortaleza viviendo en los bajos de la piedra. De haber pasado por allí Don Quijote, la hubiese convertido en Dulcinea.