El pasado 8 de marzo hemos celebrado el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pero no es necesario acomodarse cada año a un día para tener la oportunidad y la obligación de festejar, recordar y homenajear a la mujer, a todas las mujeres, por su extraordinario papel en la sociedad, por supuesto en la actualidad, pero también a lo largo de la historia en las muchas facetas en las que han sido referencia y ejemplo. Por ello me ha venido a la cabeza el ejemplo de las lavanderas del Manzanares como un modelo de cooperación y colaboración entre hombres y mujeres, un testimonio de inclusión donde no cabían exclusiones ni discriminaciones de ningún tipo. Y una historia interesante que muchos no conocen fuera de Madrid.
Nos sumamos con convicción a todas las siglas y movimientos que
defienden la inclusión y la igualdad en su más amplia expresión. Creemos firmemente que la inclusión y la igualdad no se imponen con la gramática, sino con la educación, aquella que se encarga de mostrar con claridad
meridiana que todas las personas somos iguales, aunque el devenir social nos separe por cuestiones económicas. Repudiamos las políticas de exclusión y abrazamos todo aquello que promueva la inclusión y la unión. En lo que respecta al ser humano, a las personas, aboliríamos sin dudar la palabra «discriminación», sin importar el adjetivo que la acompañe.
Desde que Madrid se erigió como capital en el siglo XVI, el río Manzanares se transformó en un escenario vibrante, donde la labor incansable de miles de mujeres tejió una parte esencial de la historia de la ciudad. Las lavanderas, mujeres de fortaleza inquebrantable, convirtieron las orillas del río en su taller al aire libre, un espacio donde el agua cristalina se mezclaba con el aroma del jabón casero, el sudor del esfuerzo y las tenaces esperanzas de una vida mejor.
Sus historias, grabadas en el fluir constante del Manzanares, son un testimonio perdurable de la lucha y la resiliencia, de aquellas que, con su trabajo silencioso y constante, contribuyeron a dar forma a la vida cotidiana de Madrid.
En los albores de la capitalidad, cuando Madrid comenzaba a desplegar su
grandeza y a llenarse de vida bulliciosa, la necesidad de higiene se hizo cada
vez más apremiante. Las lavanderas emergieron como una respuesta vital a esta necesidad, mujeres que encontraron en el río no solo su sustento, sino también una forma de contribuir activamente al bienestar de la comunidad.
Desde entonces, el Manzanares se convirtió en un testigo mudo de su arduo trabajo, de sus jornadas interminables que se extendían desde el amanecer hasta el crepúsculo, y de sus manos enrojecidas y agrietadas por el frío del invierno y el roce constante con el agua.
A medida que Madrid crecía y se expandía, el número de lavanderas también aumentaba. A finales del siglo XIX, se estima que alrededor de 4.000 mujeres se dedicaban a este oficio, convirtiendo las orillas del río en un mosaico de vida y actividad febril. Cada mañana, con los primeros rayos de sol, las lavanderas se congregaban a orillas del Manzanares, preparadas para enfrentar un nuevo día de trabajo incansable. Con sus cestas repletas de ropa y sus manos curtidas por el uso del jabón, se sumergían en las aguas del río, dispuestas a frotar, enjuagar y tender las prendas que les eran confiadas.
Lavaderos de Manzanares en 1904. Uno de los varios apuntes al óleo que hizo Aureliano de Beruete a lo largo de su vida
El trabajo de lavandera era extenuante y exigente, una prueba de resistencia física y mental. Las mujeres debían cargar pesados fardos de ropa, soportar las inclemencias del tiempo, desde el calor sofocante del verano hasta el frío penetrante del invierno, y lidiar con la indiferencia de una sociedad que a menudo las menospreciaba. Sin embargo, a pesar de las dificultades, las lavanderas encontraban en su oficio una fuente de independencia y dignidad. El río era su lugar de trabajo, pero también su punto de encuentro, donde compartían historias, penas y alegrías, creando una red de solidaridad que las sostenía en los momentos difíciles.
La reina María Victoria, esposa de Amadeo I, conmovida por las duras
condiciones de vida de estas mujeres, fundó el Asilo de Lavanderas, un refugio que les brindaba apoyo en momentos de enfermedad y les permitía cuidar de sus hijos mientras trabajaban. Este gesto real fue un reconocimiento explícito de la labor esencial de las lavanderas y un símbolo de su lucha por la supervivencia y el reconocimiento.
Al caer la tarde, cuando las lavanderas concluían su jornada laboral, los
esportilleros, hombres procedentes en su mayoría de Asturias, entraban en
escena. Su labor consistía en recoger y entregar la ropa limpia, un trabajo
complementario al de las lavanderas. En las orillas del Manzanares, lavanderas y esportilleros se encontraban, intercambiaban historias y, en ocasiones, organizaban bailes y fiestas que les recordaban sus orígenes y tradiciones. Las riberas del río se transformaban en un escenario de celebración y encuentro, donde la música y la alegría inundaban el ambiente.
La sidrería Casa Mingo, ubicada junto a la ermita de San Antonio de la Florida, es un recuerdo vivo de aquellos tiempos. Este establecimiento, con su ambiente festivo y su sabor a sidra, evoca las reuniones y celebraciones que animaban las orillas del Manzanares. Sin embargo, el tiempo avanzaba inexorablemente y los cambios sociales y tecnológicos transformarían para siempre el oficio de lavandera. La llegada de la electricidad y la invención de la lavadora marcaron el comienzo del declive de esta actividad tradicional. En 1926, las obras de canalización del Manzanares
pusieron fin a los lavaderos, cerrando un capítulo centenario en la historia de Madrid.
A pesar de la desaparición de los lavaderos, el legado de las lavanderas perdura en la memoria colectiva de Madrid. Su historia es un recordatorio de la fuerza y la resiliencia de las mujeres trabajadoras, cuya labor silenciosa fue esencial para la vida de la ciudad. Las lavanderas del Manzanares son un símbolo perdurable de la historia de Madrid, una historia escrita con sudor, esfuerzo y esperanza, una historia que nos invita a valorar el trabajo y la dignidad de quienes, con su esfuerzo y dedicación, contribuyeron a construir la ciudad que hoy conocemos.
Más allá de la mera actividad laboral, las lavanderas del Manzanares tejieron una compleja red social. Sus vidas estaban intrínsecamente ligadas al río, que no solo era su lugar de trabajo, sino también un punto de encuentro vital. Allí, compartían noticias, preocupaciones y celebraban juntas los pequeños triunfos cotidianos.
Las generaciones mayores transmitían sus conocimientos a las más
jóvenes, desde las técnicas más eficientes para eliminar manchas difíciles hasta los remedios caseros para aliviar el dolor en sus manos y espaldas. El río Manzanares, por lo tanto, se convertía en un espacio de solidaridad
femenina, donde se forjaban lazos de amistad y apoyo mutuo. Se cuidaban unas a otras, especialmente a las más vulnerables, aquellas viudas o madres solteras que luchaban por sacar adelante a sus hijos. En los días más duros, cuando el frío penetraba hasta los huesos o la lluvia torrencial dificultaba el trabajo, la compañía de las demás lavanderas era un consuelo y un incentivo para seguir adelante.
La relación de las lavanderas con la ciudad de Madrid era ambivalente. Por un lado, su trabajo era esencial para la higiene y el bienestar de los madrileños. Sin embargo, su presencia en las orillas del río a menudo era vista con indiferencia o incluso desprecio por las clases más acomodadas. A pesar de su arduo trabajo, las lavanderas pertenecían a la clase social más humilde, y sufrían las consecuencias de esa desigualdad.
Es importante recordar las duras condiciones en las que trabajaban estas
mujeres. A menudo, tenían que lidiar con enfermedades causadas por la
exposición constante al agua fría y a los productos químicos utilizados para la limpieza. La falta de higiene en algunos lavaderos improvisados aumentaba el riesgo de contagio. Además, las largas jornadas de trabajo y las pesadas cargas que transportaban provocaban dolores y lesiones crónicas.
La vida de los esportilleros también merece ser recordada. Estos hombres, en su mayoría asturianos, desempeñaban un papel fundamental en el ciclo de la lavandería. Su trabajo era tan exigente como el de las lavanderas, pues recorrían las calles de Madrid con pesados cestos de ropa, desafiando las inclemencias del tiempo y el cansancio. Su presencia añadía un toque de diversidad cultural a las orillas del Manzanares, y sus encuentros con las lavanderas creaban un ambiente animado y festivo.
Cuando se produjo el cambio, el fin de su forma de vida, fue un cambio muy grande para todas esas mujeres. La llegada de la modernidad, si bien trajo consigo avances tecnológicos, también significó la pérdida de una forma de vida tradicional y la desaparición de un oficio que había sido fundamental para la historia de Madrid. A pesar de ello, el recuerdo de las lavanderas del Manzanares sigue vivo en la memoria de la ciudad, un homenaje a la fuerza y la dignidad de las mujeres que, con su trabajo, dejaron una huella imborrable en la historia de Madrid.
Las tardes y los fines de semana, cuando el eco del trabajo diario se desvanecía lentamente, el río Manzanares se transformaba en un escenario de una vitalidad desbordante. Lejos de la áspera realidad del lavado y el fregado, las riberas se convertían en un crisol de alegría y camaradería, donde lavanderas y esportilleros, liberados momentáneamente de sus duras labores, encontraban un espacio para la celebración y el esparcimiento.
El cambio era palpable. El aire, que durante el día resonaba con el golpeteo
rítmico de la ropa contra las piedras, se llenaba ahora de melodías alegres y
risas contagiosas. La seriedad y la concentración que caracterizaban las
jornadas laborales se desvanecían, dando paso a una atmósfera de relajación y júbilo.
Las lavanderas, con sus manos aún enrojecidas pero sus espíritus elevados, se unían a los esportilleros en un despliegue de energía y vitalidad.
La música, elemento esencial de estas celebraciones, marcaba el ritmo de la
fiesta. Las melodías, que variaban según el origen de los participantes, llenaban el aire con sus notas vibrantes. Canciones tradicionales gallegas, con sus ritmos melancólicos y nostálgicos, se mezclaban con las tonadas asturianas, llenas de fuerza y vitalidad. Las voces, a menudo curtidas por el trabajo y el tiempo, se unían en coros espontáneos, creando una sinfonía improvisada que resonaba a lo largo de las orillas del río.
El baile, inseparable de la música, se convertía en una expresión de libertad y alegría. Las lavanderas, con sus faldas arremangadas y sus pies descalzos, se movían con gracia y soltura, olvidando por un momento el cansancio y las preocupaciones. Los esportilleros, con sus cuerpos fuertes y ágiles, las
acompañaban en danzas enérgicas y apasionadas. Los bailes, que variaban
desde las sencillas jotas y muñeiras hasta las danzas más elaboradas y
complejas, se convertían en un espectáculo improvisado que atraía la atención de los paseantes y curiosos.
A medida que la fiesta avanzaba, los puestos de bebidas y los tenderetes se
multiplicaban, creando un ambiente de mercado improvisado. Vendedores
ambulantes ofrecían sus productos, desde refrescantes bebidas y licores hasta dulces y frutos secos. El aroma de la comida casera se mezclaba con el olor del humo de las hogueras, creando una atmósfera de calidez y familiaridad. Las risas y las conversaciones animadas se mezclaban con el sonido de los vasos y las cucharas, creando una cacofonía alegre que llenaba el aire.
Las celebraciones no se limitaban a los bailes y la comida. Las lavanderas y los esportilleros aprovechaban estos momentos de ocio para compartir historias, anécdotas y chismes. Los recuerdos de sus pueblos y familias, las noticias de la ciudad y los rumores sobre los acontecimientos del día se convertían en temas de conversación animados y apasionados. Las risas, los chistes y las bromas llenaban el aire, creando un ambiente de camaradería y amistad.
La fiesta se prolongaba hasta bien entrada la noche, cuando las estrellas
comenzaban a brillar en el cielo. La luz de las hogueras y las velas iluminaba los rostros cansados pero felices de los participantes. Las sombras alargadas de los bailarines se proyectaban sobre las orillas del río, creando una atmósfera mágica y evocadora. A medida que la noche avanzaba, la música y los bailes se volvían más lentos y pausados, dando paso a conversaciones más íntimas y tranquilas.
Estos momentos de ocio y celebración eran esenciales para la vida de las
lavanderas y los esportilleros. Les permitían escapar momentáneamente de la dureza de su trabajo y encontrar un espacio para la alegría y el esparcimiento.
Les proporcionaban la oportunidad de fortalecer los lazos de amistad y
solidaridad, creando una comunidad unida por el trabajo y la celebración. Les permitían, en definitiva, sentirse parte de algo más grande que sus propias vidas, de una comunidad vibrante y llena de vida que encontraba en el río Manzanares su lugar de encuentro y celebración.
El eco de las celebraciones que antaño resonaban en las riberas del Manzanares encuentra un refugio perdurable en la sidrería Casa Mingo,
testimonio vivo de aquel Madrid bullicioso y festivo. Más que un simple local de restauración, Casa Mingo es un guardián de la memoria, un espacio donde el aroma de la sidra y el sabor de la tradición nos transportan a un pasado donde las orillas del río eran escenario de encuentros y festejos populares.
La historia de Casa Mingo se entrelaza con la propia historia de Madrid, y en particular, con la vida que florecía alrededor del río Manzanares. Su ubicación privilegiada, junto a la ermita de San Antonio de la Florida, un lugar de gran arraigo popular, la convirtió en un punto de encuentro natural para aquellos que buscaban un espacio de esparcimiento y convivencia.
La ermita, con su rica historia que se remonta al siglo XVIII, atrajo a numerosas personas, tanto madrileños como visitantes, que acudían a sus celebraciones y romerías. La tradición cuenta que, desde tiempos remotos, el área alrededor de la ermita era un lugar de encuentro donde se celebraban festividades y se compartían momentos de ocio. Con la creciente actividad de las lavanderas y los esportilleros en las riberas del Manzanares, el lugar adquirió una mayor relevancia, convirtiéndose en un punto de reunión habitual para estos trabajadores.
Casa Mingo, con su ambiente acogedor y su oferta gastronómica basada en la tradición asturiana, se convirtió en un símbolo de aquellos tiempos. La sidra, bebida emblemática de Asturias, fluyó abundantemente, acompañando las conversaciones, los bailes y las celebraciones. Los platos típicos asturianos, elaborados con productos frescos y de calidad, saciaban el apetito de los comensales, creando un ambiente de camaradería y celebración.
A lo largo de su historia, Casa Mingo ha sido testigo de numerosos
acontecimientos y ha recibido la visita de personajes célebres. Su proximidad al Palacio Real y a otros lugares de interés de Madrid la convirtió en un lugar frecuentado por la nobleza, la burguesía y los artistas. Numerosos pintores, escritores y músicos encontraron en su ambiente un espacio de inspiración y creatividad.
Aunque no existen registros detallados de todas las visitas célebres, se sabe que personalidades de la cultura, la política y la sociedad madrileña frecuentaron Casa Mingo a lo largo de los años.
Es importante señalar que la preservación de Casa Mingo, incluso después de la guerra civil española, representa la pervivencia de una tradición popular. Esto permite conservar la memoria histórica de aquellas reuniones que tenían lugar en la orilla del río Manzanares.
Así pues, con la canalización del Manzanares en 1926, se cerró el telón de un Madrid que ya no volvería. Los lavaderos, testigos de vidas curtidas y
esperanzas lavadas a golpe de piedra, se sumergieron bajo el cemento, y con ellos, una sinfonía de voces y canciones que habían dado banda sonora a la ciudad durante siglos. Pero aunque el río haya cambiado su curso, y el progreso haya borrado las huellas de aquellas manos trabajadoras, su memoria pervive, como un susurro nostálgico que el viento aún arrastra entre los chopos y sauces que se asoman al ahora domado Manzanares.
Se fueron las lavanderas, sí, y con ellas, el eco de sus risas y el aroma a jabón lagarto que impregnaba el aire. Se fueron los esportilleros, con sus cestas cargadas de historias y sus voces de acento asturiano, dejando un vacío en las tardes que antes eran fiesta. Se fueron los tenderetes, con sus dulces y bebidas, y se apagaron las hogueras que iluminaban las noches de jolgorio.
Pero en el corazón de Madrid, ese corazón castizo que late al ritmo de chotis y pasodobles, el recuerdo de aquellos tiempos sigue vivo. En las noches de verbena, cuando el cielo se llena de farolillos y el aire huele a sardinas asadas, aún se escucha, entre el bullicio de la gente, el murmullo lejano de una canción de lavanderas. En las calles empedradas del Madrid de los Austrias, donde aún se respira el aroma de la historia, se adivina, entre las sombras, la figura de un esportillero cargado con su cesto, camino del río.
Porque Madrid, señores, es memoria y tradición. Es un río de historias que fluye por sus calles y plazas, un torrente de recuerdos que se aferran a sus rincones y monumentos. Aunque el progreso avance y la ciudad se modernice, siempre perdurará un espacio donde el alma de lavanderas y esportilleros seguirá viva, eco eterno de un Madrid que fue. Con este recuerdo, aplaudimos sinceramente a quienes, ayer y hoy, defienden la igualdad plena. Que su lucha e inspiración nos guíen hacia un mundo justo y equitativo para todas las personas.
Precioso reportaje del señor De Justo. Es un placer leerlo… cuanta nostalgia….
Me ha encantado este repaso histórico a través de las lavanderas.
Que bonito bullicio a orillas del Manzanares…!
Eso era feminismo y no las asquerosidas que hay hoy con este tema
Da gusto leer como eran aquellos tiempos. buen artículo.
Juan, precioso el artículo. Gracias por escribirlo-
Precioso artículo del señor De Justo
las feminazis deberían tomar nota.
Es un artículo para reflexionar y ver cómo las feminazis están emputeciendo este país. Se le ha ido la cabeza…
No soy feminazis y ni quiero serlo. Son detestables.
leer el artículo es trasladar la mente a aquella época. felicidades al autor