Las arbitrariedades de la juez Elara Vance: «Te he estado esperando…», le espetó Satanás

15 de julio de 2025
5 minutos de lectura
Imagen del demonio
Una escenificación del diablo durante las fiestas del fuego de Mallorca. /Ep
La arrogancia de la magistrada la llevó a una senda de injusticia. Su preeminencia sobre otros jueces y su capacidad para manipular los procesos le permitían condenar a capricho

«Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hizo misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio.» – Santiago 2:13

«Aquí les presento una poderosa reflexión sobre la justicia, la corrupción y las profundas consecuencias morales y espirituales de las acciones humanas. A través de una narrativa intensa y simbólica, los confrontaré con la historia de la jueza Elara Vance, un personaje que encarna el abuso de poder y la falta de misericordia.

Mi objetivo es destacar cómo su arrogancia y prejuicios la llevaron a
una senda de injusticia, explorando no solo las repercusiones terrenales de la maldad, sino también la idea de una justicia superior e ineludible.

Este texto sirve como una clara advertencia sobre la responsabilidad individual y la importancia de la compasión en la vida, tanto personal como profesional».

Escalofríos

En los anales de la justicia, pocos nombres inspiran tanto escalofrío como el de la jueza Elara Vance. Durante décadas, su tribunal fue un purgatorio para los hombres, una sala de condenas predeterminadas donde la presunción de inocencia era un eco lejano.

Con un semblante pétreo y una mirada que destilaba un odio ancestral, Elara condenaba a veinte, treinta años de prisión sin pruebas sustanciales, solo la innegable verdad de ser hombre.

Su preeminencia sobre otros jueces y su capacidad para manipular los procesos le permitía condenar a capricho, una práctica corrupta que utilizaba sin reparos.

Además, se rodeó de un equipo de colaboradores a los que llamaba sus «monos voladores», aquellos que se complacían en complacerla. Bajo el principio de obediencia a la autoridad de Milgram y el síndrome del espectador, ninguno de ellos osó llevarle la contraria ni intentó hacerla reflexionar.

Todos le rendían pleitesía y cometían injusticias solo porque ella lo ordenaba. Cada veredicto era un martillazo en el alma de los acusados, una venganza personal disfrazada de imparcialidad judicial.

Se rumoreaba que una herida profunda, una traición inenarrable de su pasado, había moldeado su corazón en una gélida fortaleza, cobrándose en cada hombre que cruzaba su camino el dolor que ella misma había soportado.

Su nombre se convirtió en sinónimo de terror en los pasillos de la corte. Abogados temblaban al enfrentarla, y las familias de los acusados vivían en un estado de pánico constante, sabiendo que la lógica y la evidencia se desvanecían ante su implacable prejuicio.

La justicia era una burla en su sala, un teatro macabro donde el destino de los hombres ya estaba sellado antes de que se pronunciara la primera palabra.

La encarnación de la furia

Elara, la encarnación de la furia femenina desatada, dictaba
sentencias que resonarían en las sombras de las prisiones, ecos de vidas
truncadas, sueños destrozados. 

En vida, la jueza Elara, cegada por su jactancia y prepotencia, no tenía miramientos con nada ni con nadie.

Se le había advertido en varias ocasiones sobre la condena eterna que le aguardaba, pero ante el inmenso poder terrenal que poseía y el respaldo de amistades influyentes que la sustentaban en su cargo, ella desestimó cada voz y cada advertencia, incluso los consejos sanos.

Se sentía superior a todo y a todos, dispuesta a imponerse en todo momento, creyendo que su posición la hacía intocable y apoyada en su arrogancia.

La verdad de su oscuro legado, sin embargo, no solo se manifestaría en el
infierno. Mucho antes de su muerte, una revelación divina le fue concedida a un sacerdote, confesor de una de las víctimas inocentes de la jueza Vance.

En una visión vívida y perturbadora, el sacerdote presenció los horrores que Elara infligía y la condenación que le esperaba. Esta revelación, lejos de ser un mero sueño, fue un aviso de la justicia ineludible que aguardaba a la jueza, un eco infernal de las injusticias terrenales.

Y así fue, hasta que el hilo de su existencia mortal se cortó abruptamente. Se dice que su último aliento fue un suspiro de desafío, incluso frente a la inevitable oscuridad.

Pero lo que le esperaba no era el descanso, ni el olvido. Tampoco para
sus monos voladores, cuyas almas estaban destinadas a distintos círculos del infierno, cada uno a un sitio que reflejaba la vileza de su complicidad.

El aire se tornó denso, el frío de la tumba fue reemplazado por un calor
insoportable que quemaba hasta el tuétano. Elara abrió los ojos a un paisaje que ninguna mente humana podría concebir.

Montañas de almas retorcidas se alzaban contra un cielo de fuego, ríos de lava serpenteaban por valles de gritos ahogados.

El hedor a azufre y desesperación era una bofetada constante, una bienvenida al abismo. En su rostro, antes impasible, se dibujaron el dolor y la pena, una revelación tardía de la conciencia que finalmente la alcanzaba por el inmenso daño que había infligido.

En ese instante, supo lo que muchos en vida ignoran: que la gente suele vivir como un caballo cerril sin doma, cegada por la jactancia y la prepotencia de un minúsculo tiempo de poder en la tierra, olvidando que serán juzgados ante el tribunal de Dios.

Solo después de ese juicio, y si su condena es el infierno, comenzarán a sentir sus almas laceradas y quemadas por toda una eternidad, un destino terrible para aquellos que se engolosinaron con el poder, condenando a hombres inocentes. 

«¿Condena eterna? ¡Bah!», pensó para sí misma con su arrogancia intacta, «Yo me las sé todas. Estoy sobrada. La ley no es la que está escrita en los libros; la ley es la ley de Elara.»

Allí, en el centro de ese infierno viviente, una figura imponente la esperaba. Alto, con cuernos que se curvaban indicando el laberinto de la condena eterna y ojos que ardían con una inteligencia antigua y malévola, el Príncipe de las Tinieblas sonrió.

No era una sonrisa de bienvenida, sino una expresión de triunfo
que hacía arder cada fibra del ser de Elara. «¡Te esperaba, Elara!», le
dijo Satanás, y su voz resonó, más profunda que el rugido de un volcán.

«He seguido de cerca tu labor. Pocos mortales han demostrado tal devoción a la injusticia, tal fervor en la perversión de lo que debería ser sagrado.»

Elara, que nunca había conocido el miedo en vida, sintió ahora una ardiente desesperación que le quemaba las venas. Su arrogancia se desmoronaba ante la magnitud de la entidad que tenía delante.

Las sombras a su alrededor comenzaron a cobrar formas monstruosas, susurrando y riendo con una maldad indescriptible. Como Dante Alighieri describió en su Divina Comedia, el infierno es un lugar de castigos adecuados, y para Elara, su tormento sería una retribución perfecta por cada vida que había destruido.

Los vientos de la desesperación la envolvieron, levantándola y arrastrándola hacia un torbellino de fuego y lamentos. Visiones de los hombres a quienes había condenado sin piedad se proyectaban ante sus ojos, sus rostros distorsionados por el dolor y la injusticia.

Pero esta vez, el dolor era suyo, y el fuego destructor le corría por las venas. Los tormentos apenas comenzaban, un recordatorio eterno de que la balanza de la justicia divina, aunque a veces tarda, siempre se equilibra.

«Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con
que medís, os será medido.» – Mateo 7:2

Dr. Crisanto Gregorio León, profesor universitario
[email protected]

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