“Durante un largo rato, a ella y a los Sánchez Guinea se acercan conocidos que comentan asuntos comerciales y expresan su preocupación por las tierras americanas insurrectas, la rebeldía y el bloqueo de Buenos Aires, la lealtad cubana, el caos en que la situación española lo está sumiendo todo al otro lado del Atlántico…” – Arturo Pérez-Reverte, El Asedio.
Todo empieza hace casi dos décadas cuando, ya bastante mayorcito, me di cuenta de la superficialidad de la que fui víctima por parte de la educación escolar de Panamá, la cual me explicó los procesos de independencia de las colonias españolas de América, del primer tercio del siglo XIX AD, como una guerra con dos bandos claramente diferenciados, al puro estilo de las novelas románticas.
Por un lado, estaban los malos, obviamente, me refiero a los españoles, especialmente a los nacidos en la península, gente blanca hasta el aburrimiento (spaguettis sin salsa, como decimos en Panamá), monárquicos y excesivamente clericales, atrasados, cazadores de brujas con la inquisición, vestidos un poco ridículos, ajenos a la luz del liberalismo.
Supuestamente todos habían llegado desde Iberia con su cultura medieval intacta, como una fuerza de ocupación claramente identificable del resto, cual si se tratara de cascos azules suecos aerotransportados, que aterrizan de repente en la República Centroafricana y la invaden. La leyenda negra a plenitud.
En el otro extremo estaban los buenos: Miranda, Bolívar, San Martín, Morazán, Iturbide y O’Higgins, los grandes varones guerreros criollos. Unos blancos, pero con raíces profundas en la tierra americana, otros prestigiados con mezcla de sangre negra o indígena, reflejando el endiosado mestizaje.
Todos valientes, amigos de las ideas liberales de la Revolución Francesa que compartían con Jefferson y los ingleses. También participaron del lado de los buenos, curas guerreros y mujeres de armas tomar, como Manolita Saéz, quien fuera también especialmente atrevida en otros ámbitos. En Panamá no tuvimos de esas mujeres, pero nos inventamos una y hasta tiene una estatua con unos pechos que serían la envidia de cualquier reina de la belleza, la cual se exhibe orgullosa en una plaza de pueblo.
Vestidos al estilo de Napoleón y Wellington, en sus caballos enormes, los generales buenos atravesaron épicamente las planicies de la Nueva España, las selvas de Centroamérica, los páramos de Nueva Granada y la cordillera nevada andina para llegar a Chile o al alto Perú, todos ellos acompañados de muy recordados héroes “que rompieron el yugo español”, como se canta en el Himno de La Villa de Los Santos, en Panamá.
Cada uno en su momento amaneció un día con la idea maravillosa, de mandar al carajo al Rey de España, para ser libres nuevamente, como era en un principio. Puesta en escena clásica del mito fundacional de los pueblos, en formato triádico, que magistralmente ha explicado José Álvarez Junco en otro contexto.
Pues no. Resulta que esa explicación dicotómica tiene demasiado de mito patriótico. Hubo gestas militares épicas y verdadero interés en muchos actores por crear regímenes liberales, no hay duda, pero el asunto es más complicado que eso.
Las independencias de los países hispanoamericanos no pueden entenderse sin comprender la Historia de España, al menos desde el inicio del reinado de Carlos IV y hasta ya consolidada la década ominosa. Porque, al final del camino, las independencias de las colonias americanas no son más que partes fundamentales de un solo proceso muy complejo, de implosión del Imperio Español y -en gran medida- también representaron una especie de guerra civil, donde, para empezar, había españoles peninsulares, criollos, indígenas y africanos, tanto en el bando realista como en el bando independentista.
Yo vi la luz y salí de mi oscurantismo sobre este tema, como decía, hace casi dos décadas. Lo hice gracias a la lectura de unos ensayos del gran Historiador panameño Alfredo Castillero Calvo. Las explicaciones ya avanzadas en esos ensayos, han sido completadas dentro del extraordinario libro más integral de dicho autor publicado el año pasado, titulado ‘1821: La independencia de Panamá de España y su época’ (Editora Novo Art, Panamá), sobre el cual he escrito una reseña en el No. 172 de la Revista TAREAS, publicada este año por el CELA en Panamá.
Luego del descubrimiento inicial de ese vínculo más activo entre los eventos peninsulares y las independencias de Hispanoamérica, inicié hace varios años algunas lecturas del periodo, en diversas fuentes y en mi privada pesquisa no he hecho más que confirmar el asunto. Sin considerarme un experto, aquí les comparto unos datos, por si acaso les resultan de utilidad.
El eterno enemigo de España durante su imperio habían sido los ingleses. Con Francia había alianza, respaldada por los vínculos de los sucesivos pactos de familias borbónicas desde 1700. Cuando en la Revolución Francesa de 1789 son destronados los borbones franceses, España le declara la guerra a la Francia revolucionaria, en favor de la monarquía depuesta. Poco duró esa lealtad. Se pacta la paz y luego una alianza de España con la Francia revolucionaria, frente a Inglaterra, en desarrollo de la política exterior del controversial Manuel Godoy, ministro de Carlos IV.
Producto de esa alianza con la Francia revolucionaria, la armada española se enfrentó a Gran Bretaña en la batalla del Cabo de San Vicente en Portugal (1797), antes de poder unirse a la marina francesa. España fue derrotada. Luego, en conjunto con la armada de Francia, nuevamente se enfrentó a los ingleses en la batalla de Trafalgar (1805), donde la flota española vuelve a ser derrotada.
Una de las consecuencias de todo ello fue que se aceleró la decadencia de España como potencia mundial, incluso quedando con una capacidad naval diezmada que la puso en condición de gran debilidad para mantener el control militar y el comercio con sus extensas colonias americanas.
Antes, durante y después de Trafalgar, el rejuego político dentro de España reflejaba una situación también conflictiva y decadente. Carlos IV dejaba todo el poder en manos de Godoy, sectores importantes de la nobleza y del clero lo enfrentaban, el heredero del trono y Príncipe de Asturias, Fernando VII, conjuraba también contra Godoy. En 1808 hay un motín en Aranjuez debido al cual destituyen a Godoy, abdica Carlos IV y Fernando VII toma el poder. Hasta ese momento ya existía un clima de total inestabilidad en la sede del imperio español que lógicamente contagiaba a las colonias en América.
La cosa empeora cuando Napoleón entra en escena y luego de unos golpes de poder, para los cuales tuvo la colaboración de la cobardía de Fernando VII, destituye y “secuestra” a la monarquía española, invade la península e impone a su hermano José Bonaparte, como Rey de España. Aunque sectores importantes de la nobleza, de la jerarquía militar y del clero se ponen del lado de Napoleón, en 1808 hay un levantamiento atroz de fuerzas regulares y de guerrillas contra Francia. Hambre, desesperación en la península. La guerra dura hasta 1814.
Regencias, juntas de gobierno, cambio total de rumbo: ahora el eterno enemigo, Inglaterra, se convierte en aliado contra Napoleón. Es decir: la Inglaterra del pirata Morgan que había incendiado Panamá en el siglo XVII AD, la Inglaterra de Lord Nelson que había hundido en Trafalgar en 1805, al buque insignia español Santísima Trinidad, que fue la nave de guerra más grande del mundo, construida en Cuba, con madera cubana, hondureña y mexicana, esa Inglaterra pérfida, ahora era el gran amigo para liberar a España “del francés”.
Un inglés, Wellington, se convierte en el comandante en jefe de una fuerza multinacional de españoles, ingleses, escoceses y portugueses contra Francia en la península. El mundo al revés. De haberse enterado, Felipe II pudo haberse levantado de su tumba en El Escorial.
Desde las colonias americanas se observaba y se participaba de un panorama de desmoronamiento total del imperio. No sabían a quién obedecer. Si la cabeza está desenfocada, todo el cuerpo se complica. Eso fue lo que pasó en 1810, con los primeros gritos de independencia. Todo ese platillo terminaba de ser aderezado con el ascenso categórico del Imperio Británico como la nueva potencia naval, industrial y comercial del mundo.
Ese papel de árbitro mundial se puso más que en evidencia con el doble juego de Inglaterra que, siendo aliada de España contra Napoleón en la península, a la vez armaba a los insurgentes de las colonias españolas de América contra la corona de España. De la misma forma jugaba todas las barajas para copar con productos ingleses los desabastecidos mercados de las colonias españolas de América.
Como ya se describe en una de las clásicas biografías de Bolívar, la de Gerhard Masur, los liberales rebeldes sudamericanos veían en Gran Bretaña a su “guardiana”. Y esa “guardiana” no solo les daba armas, sino atenciones: Bolívar viajó a Londres en 1810, en un buque de la Royal Navy y en esa misión conoció a Miranda, quien vivía en dicha ciudad con una pensión del gobierno británico.
Es cierto que las ideas liberales estaban penetrando en algunos personajes de avanzada como Miranda o San Martín, pero la verdad sea dicha: no se trataba de una creencia generalizada. Hubo mucho de fuerza centrífuga caudillista, de juntas anti francesas leales a la corona, que, en reacción al caos que se contagiaba desde la metrópoli, quedaron optando por la independencia. Dicho proceso fue largo, con avances y retrocesos militares y políticos, dependiendo de la región. Por ejemplo: una de las batallas finales, Ayacucho en Perú, tuvo lugar en 1824, 14 años después del Grito de Dolores, en México.
Con casi toda la península en guerra, con las colonias en desorden independentista, bajo el liderazgo de los liberales españoles, se proclama en Cádiz la Constitución de 1812, creando un régimen de monarquía constitucional, que ponía en plano de igualdad a los españoles “de ambos hemisferios” (Art. 1), como una forma de frenar las independencias, intención positiva que se ha idealizado un poco, porque dicha Constitución también fue claramente racista, ya que no consideraba ciudadanos a los españoles “reputados por originarios de África” (Art. 22), aunque dejaba abierta vías para que lograran ese derecho, en muy contados casos. El esfuerzo de Cádiz fue loable, pero, para la mayoría de las colonias, llegaba demasiado tarde.
Los franceses son derrotados. En 1814 Fernando Vll regresa al poder, deroga la Constitución de Cádiz y reinstaura el absolutismo, no faltando levantamientos constitucionalistas que son sofocados a sangre y fuego. Hay persecuciones, condenas a muerte y exilio para los liberales españoles. En 1820 ocurre un levantamiento militar en Andalucía, dirigido por el militar Rafael del Riego, que logra tener respaldo suficiente para obligar a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz.
Se inicia un periodo de 3 años totalmente inestable de gobierno de Monarquía Constitucional. Los liberales mismos están divididos y en constantes enfrentamientos. Fernando VII conjura contra el régimen. Los poderes monárquicos de Europa, incluyendo al Zar de Rusia, coordinan con Fernando y finalmente el Rey de la restauración francesa, Luis XVIII, envía 100 mil soldados franceses en 1823 al mando de su sobrino el Duque de Angulema y nuevamente invaden España, esta vez para imponer al Rey borbón absoluto, con el apoyo de no pocos poderes fácticos de España y la traición de varios generales supuestamente constitucionalistas. Viene un nuevo periodo absolutista…
En fin, el gobierno de la península estaba tutelado desde el resto de Europa y era tan volátil como el de un país del actual tercer mundo. Debido a la grave crisis de la monarquía española, en la década y media transcurrida desde la caída de Godoy en Aranjuez hasta el final del Trienio Liberal, era dudosa la capacidad de España de gobernar incluso su territorio peninsular. En consecuencia, resultaba más que natural que los territorios coloniales buscaran su propio rumbo. Es por ello que en gran medida los virreyes quedaron defendiendo la lealtad al imperio, con poca ayuda desde España.
El caos de la España peninsular fue la causa profunda de las independencias de sus colonias americanas. Es incorrecto verlo de otro modo. Ya va siendo hora que esta realidad cruda y hasta lógica que la historiografía ya tiene documentada, vaya reemplazando el discurso patriotero y romántico latinoamericano. Ello no quita la valentía de los Libertadores y lo visionarios que muchos de ellos fueron, pero los baja del Olimpo y ubica su rol histórico dentro del verdadero contexto terrenal que les tocó vivir.