La democracia –sin duda el menos malo de los sistemas de convivencia— está sujeta en parte a la felonía de los que pueden envilecerla con enredos de aparente legitimidad.
Cuando en 1947 Albert Camus publicó La Peste, estaba refiriéndose a las ratas de fuera y a las de dentro, aquellas que saben esconderse tras el ladrido del tiempo. Hitler, después de votado por un pueblo confundido y deshecho en debilidades, se permitió invadir Europa y asesinar sin compasión a quienes pudo con el demoníaco argumento de crear una raza pura. Para Camus, el nazismo era una inmensa rata de sangre putrefacta, una locura irreparable que sembró de miedos la esperanza.
… En la debilidad de sus esquinas, también la democracia necesita ser defendida de todo dictador enmascarado que finge amor para conquistarla y más tarde, en un descuido, destruirla.
Las ratas apestadas nunca mueren, siguen escondidas tras el espeso cortinaje de la indiferencia, burlándose de todos aquellos que las muestran al mundo como si fuesen apacibles animalitos de compañía.