A los escritores no nos interesa tanto la vida que sucede como la vida que puede ser inventada. Las novedades continuas se acumulan en nuestra mente de tal modo que la creatividad no tiene la menor ocasión de lucimiento. Así los periódicos, al leerlos, nos dejan una mancha de sangre en los ojos, porque no hay día sin guerra ni parlamento sin odio.
Por casualidad, apareció entre mis viejos documentos una fotografía de cuando niños con gavillas de trigo y un tractor al fondo. Acababan de segar y la era se había vuelto una moneda amarilla con la que comprábamos el tiempo de nuestros juegos infinitos; sin que nos vieran, desgranábamos alguna que otra espiga y se nos llenaba la boca de panecillos de sol, de luminosas miniaturas. Subíamos al tractor detenido fingiendo llegar a otros campos o a las orillas de algún río. Todo era verdad, sin movernos.
Ahora, todo es mentira por habernos movido. La realidad es una pesadilla que no puede escribirse.