La felicidad es el regreso de la luz tras un apagón

27 de mayo de 2025
4 minutos de lectura
La luz.

Sobre la fragilidad humana en un mundo dominado por la tecnología

Un día cualquiera —un martes, por ejemplo— se corta la luz. No hay previo aviso, ni tormenta, ni mantenimiento programado. Solo oscuridad repentina. Y en ese instante, la casa deja de obedecer. El celular se vuelve inútil, el router parpadea sin función, la heladera enmudece, el algoritmo desaparece. Nadie sabe, cuánto durará el apagón. Puede ser breve o tardar más de doce horas.

En medio de la penumbra, una vela. La encendemos con torpeza, como si hubiésemos olvidado cómo se enciende el fuego. Entonces, un silencio denso nos alcanza. Y ahí, justo ahí, aparece una certeza olvidada: la felicidad no es el exceso de conexión, sino el simple regreso de la luz tras un apagón.

Nos dijeron que la tecnología nos haría más libres, más eficientes, más sabios. Sin embargo, a medida que avanzan los desarrollos digitales, lo que crece proporcionalmente es nuestra dependencia, nuestra exposición y nuestra fragilidad. No somos usuarios: somos devotos.

Vivimos dentro de una ficción progresista donde todo avance técnico es asumido como mejora inevitable. Pero no toda innovación mejora la vida humana. Muchas, en cambio, la fragmentan, la aceleran, la deshumanizan. No lo notamos del todo, porque seguimos conectados. Porque la pantalla aún brilla.

Cuando esa luz se apaga —literal o metafóricamente—, emerge el hombre sin su prótesis: un ser indefenso, ansioso, desconectado de sí mismo. Y en esa sombra aparece la pregunta: ¿cuánto de nuestra identidad depende de un sistema que no controlamos?

 Seres encriptados

El hombre-usuario contemporáneo es un organismo algoritmizado. Despierta con notificaciones, se desplaza siguiendo mapas, conversa en chats que registran cada palabra, compra con datos que lo perfilan, duerme con la sensación de que el mundo no se detiene nunca.

Lo más inquietante no es la digitalización del mundo, sino la automatización de los vínculos humanos. El “me gusta” reemplaza la conversación. El asistente de voz responde mejor que la pareja. El timeline sugiere emociones. El algoritmo elige por nosotros lo que leer, ver, desear.

Y sin darnos cuenta, vamos tercerizando la vida emocional, reduciendo la experiencia humana a una interfaz. El tiempo de espera se volvió inaceptable. La duda, intolerable. El silencio, sospechoso.

Lo que fue creado para facilitarnos la vida, ahora condiciona la forma en que sentimos, nos vinculamos y decidimos. La tecnología no solo hace cosas por nosotros: piensa por nosotros. Y eso tiene consecuencias: Una fragilidad tecnológicamente asistida.

Basta una caída de red, una clave olvidada, un archivo corrompido, para que el castillo digital se derrumbe. Y con él, el usuario. Porque el hombre actual no es autónomo: es asistido.

El apagón —ese evento temido y ocasional— funciona como metáfora brutal. Es el recordatorio de que todo nuestro confort está sujeto a un sistema que no controlamos ni comprendemos del todo. Un clic de más, y perdemos acceso. Una actualización fallida, y desaparecemos.

Vivimos en la era de la nube, pero la nube no es aire: es propiedad privada, arquitectura opaca, geopolítica silenciosa. Las plataformas que usamos no nos pertenecen. Tampoco los datos que ofrecemos ni los vínculos que establecemos allí. ¿Y entonces qué somos, si no meros avatares de una presencia que ni siquiera es nuestra?

Un ser inmerso en una alienación de alta velocidad Carlos Marx hablaba de la alienación como la pérdida del vínculo entre el hombre y el fruto de su trabajo. Hoy podríamos hablar de la alienación del usuario respecto de su identidad, de su tiempo real, de su capacidad de estar solo, de pensar sin ruido, de sentir sin ser medido.

No estamos presentes: estamos disponibles. Y estar disponible es estar a merced.
El nuevo trabajador es un usuario: con múltiples pestañas abiertas, atendiendo reuniones en Zoom, editando documentos en la nube, respondiendo audios mientras cocina. Cree que avanza, pero está girando.

La velocidad nos aleja de la conciencia. La sobreinformación nos impide discernir. El multitasking fragmenta el alma. Y todo ese desgaste ocurre, muchas veces, sin que haya una mejora real en la calidad de vida.

¿Trabajamos menos? No. ¿Descansamos mejor? Tampoco. ¿Nos sentimos más vivos? Difícilmente.

 La ficción del control

Nos vendieron la tecnología como control. Pero lo que nos ofrecieron fue comodidad. Y la comodidad, a largo plazo, atrofia las capacidades vitales. Perdimos la orientación sin GPS.

La memoria sin historial de búsqueda. El deseo sin sugerencias automáticas. Somos seres sin mapa fuera del sistema. No porque no sepamos, sino porque ya no confiamos en nuestra intuición. Ni siquiera recordamos el número de teléfono de quienes amamos. Todo lo tercerizamos, todo lo automatizamos. Pero lo que tercerizamos no es solo la información: es la vida misma con un apagón como posibilidad.

Frente a este escenario, el apagón es más que una interrupción: es una revelación. En la oscuridad, recordamos cosas esenciales: Que sabemos estar en silencio. Que podemos conversar sin emojis. Que todavía hay tiempo para leer sin scroll. Que la felicidad es más parecida al fuego que a la pantalla.

Y cuando la luz vuelve, no lo hace como un acto banal.
Regresa como una gracia mínima, una señal de que aún estamos aquí, con ojos reales, con piel y con deseo de verdad.

No se trata de rechazar la tecnología. Se trata de recuperar humanidad dentro del sistema. De desconectarnos por decisión, no por accidente. De recordar que la autonomía no es resistirse al cambio, sino elegir cómo habitamos el cambio.

Quizás, lo que debamos hacer no sea pedir más avances, sino más pausas. Más lentitud. Más margen. Más conciencia. Más cuerpos. Porque a veces, la felicidad no está en tener todas las respuestas, sino en volver a prender una vela en la noche, y agradecer que algo —lo esencial— no necesita WiFi.

10 Comments Responder

  1. Que gran artículo felicitaciones al autor esta parte , ( sin darnos cuenta, vamos tercerizando la vida emocional, reduciendo la experiencia humana a una interfaz. El tiempo de espera se volvió inaceptable. La duda, intolerable. El silencio, sospechoso. ) refleja la realidad … excelente Nota

  2. Invitación a repensarnos. Cuando nos automatizamos perdemos la moderación y con ello, la valoración de aquello que no puede ser digitalizado: la experiencia humana en su forma más pura .

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