 
            Dice el Señor: «He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá» (Ezequiel 18:4)
Cada 31 de octubre, una marea de disfraces, calabazas y símbolos macabros inunda nuestras calles, tiendas y pantallas. Lo que se presenta como una «diversión inofensiva» o una «noche de dulces y disfraces» es, en realidad, la importación acrítica de una celebración con profundas raíces paganas y un impacto social, cultural y espiritual que merece ser analizado y, sobre todo, rechazado. La masiva adopción de Halloween no es un simple intercambio cultural; es una preocupante erosión de nuestras propias tradiciones y valores.
El primer argumento de peso contra Halloween es su carácter ajeno a nuestra idiosincrasia. Mientras el mundo anglosajón se disfraza de monstruos, nuestras culturas, en su mayoría, han honrado a sus difuntos con solemnidad, respeto y recuerdo, a través de festividades como el Día de Todos los Santos (1 de noviembre) o el Día de Muertos en otras latitudes.
Al abrazar con fervor la estética de las brujas, demonios y la glorificación de lo tétrico, estamos relegando a un segundo plano o, peor aún, condenando al olvido, las costumbres que nos conectan con nuestros antepasados y nuestra fe. Es un acto de aculturación que prioriza el espectáculo y el consumo sobre la introspección y la veneración.
Halloween tiene su origen en el antiguo festival celta del Samhain, que marcaba el final del verano y la apertura del portal entre el mundo de los vivos y el de los muertos. A lo largo de los siglos, y en su forma moderna, ha mantenido una insistente fascinación por la muerte, el miedo, el ocultismo y lo sobrenatural.
La exposición de niños y jóvenes a una constante iconografía de calaveras, fantasmas, sangre y violencia simulada normaliza temas que deberían ser tratados con madurez y, en el caso de la muerte, con la debida seriedad. ¿Es realmente beneficioso para el desarrollo emocional y espiritual de un menor que se le enseñe a reír y celebrar con los símbolos del mal, la desesperanza y lo macabro?
El corazón del problema radica en que, para muchos, la celebración de Halloween es una velada dedicada a la exaltación de la brujería y un culto directo a las tinieblas. Al participar, se incurre en una adoración velada a Satanás, lo cual es un profundo insulto e irrespeto a nuestro Señor Jesucristo, el verdadero Rey de Reyes, a quien únicamente debemos rendir toda adoración y gloria. Este tiempo y esfuerzo deben ser para glorificar a Jehová y no para festejar lo que es contrario a Su palabra.
Más allá de las consideraciones culturales o espirituales, el Halloween actual es, fundamentalmente, una máquina de consumismo. La fiesta se ha transformado en una excusa para el gasto superfluo en disfraces, decoración y, por supuesto, una ingente cantidad de dulces. Este enfoque materialista desvía la atención de cualquier significado profundo, convirtiendo una fecha de potencial reflexión en una pasarela de mercadotecnia.
A nivel social, el frenesí nocturno del 31 de octubre lamentablemente suele ir de la mano con el desorden y el exceso. Se convierte en un pretexto para el consumo desmedido de alcohol y comportamientos descontrolados entre adolescentes y adultos, incrementando los riesgos de seguridad y perturbando la tranquilidad pública. Además, las autoridades de distintos países han alertado repetidamente sobre los peligros en las calles para los niños, aumentando la probabilidad de accidentes de tráfico e incidentes malintencionados.
El respeto a las tradiciones propias, la promoción de valores positivos y la protección de la inocencia infantil son pilares que deberíamos defender. En lugar de sucumbir a la «avalancha invasiva de propaganda» de una fiesta importada que exalta lo oscuro, es hora de retomar y revitalizar nuestras costumbres.
Fomentemos el verdadero sentido de la Vigilia de Todos los Santos, recordando con respeto a quienes nos precedieron, promoviendo la luz sobre la oscuridad y educando a nuestros hijos en el gozo del bien, la verdad y la belleza, en lugar del horror y el mal gusto. La elección es clara: defender nuestra identidad y valores o dejarnos arrastrar por la superficialidad comercial y macabra de la noche de brujas.
«Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas; porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» 
(Efesios 5:11, 8)
 
                
 
                
 
                
