Hoy: 23 de noviembre de 2024
El siguiente reportaje fue publicado por José Antonio Hernández en El País el 12 de noviembre de 2018. Hernández, en la actualidad director de este periódico digital, FUENTES INFORMADAS, realizó este reportaje en el marco de un serial (que todavía no ha llegado a su fin, compuesto hasta el momento de unas 40 historias diferentes, y desgraciadamente reales) al que dedicó más de un lustro de su vida profesional y que denomina La Justicia Imperfecta. El serial es un compendio de los más graves errores judiciales y policiales cometidos en España en los últimos 20 años. Tan graves que el Ministerio de Justicia se ha visto forzado a tener que indemnizar a los afectados por los daños morales causados. Despistes, desidia, cansancio judicial, o policial, definen las causas que gravitan sobre estas historias.
El ministerio, siempre con un parco presupuesto para reparar estas injusticias, tarda años en aprobar las indemnizaciones, que en general suelen ser ridículas (unos 25 euros por cada día de cárcel injusta, por ejemplo); en muchas ocasiones las secuelas dejan marcados de por vida a los afectados. No hay nada peor que el peso de una apisonadora judicial errática.
El caso de Tomás Martínez es uno de los más impactantes de los que se nutre el conjunto de historias que componen esta serie. El garrafal error cometido con este pescador pudo haberse evitado si el juez y la Guardia Civil se hubiesen leído bien el sumario. “He llegado a odiar a mi país”, confesó Tomás entre lágrimas tras cumplir los 365 días de cárcel, “limpiando mierda de otros en las letrinas”. Hasta hace varias semanas aún seguía esperando la indemnización de Justicia; él pide algo más de 200.000 euros.
Este es un caso de prisión injusta, como, por ejemplo, la también vivida por el expresidente del Barcelona Sandro Rosell, que pasó dos años entre rejas. Pero mientras la historia de Rosell ha sido ampliamente conocida a través de los medios de comunicación, la de Tomás Martínez (como la de otras muchas historias anónimas del serial) estuvo callada, nunca trascendió. Un dolor que solo ardía en los corazones de Tomás, de su esposa Loreto y de las dos hijas pequeñas del matrimonio, hasta que fue destapada por el director de este medio. “Cuando me llevaron preso, mi hija de ocho años se echaba mi colonia para acordarse de su padre”, narró Tomás, llorando.
ESTE ES EL REPORTAJE Y ESTOS SON LOS HECHOS QUE TOMÁS ANHELA DESTERRAR DE SU MENTE:
“No me cuente usted historias… a prisión”. Jamás olvidará Tomás Martínez, de 47 años, el día que el entonces juez de instrucción 4 de Marbella lo envió con esa frase a la prisión malagueña de Alhaurín el Grande. La Guardia Civil le llevó esposado ante el magistrado como un gran narcotraficante, cuando en realidad solo era un modesto pescador que tuvo la mala suerte de plantar sus dos cañas en una playa que él creía vacía y de la que irrumpió de pronto (era de noche) una enorme lancha con 40 fardos de hachís (más de 300 kilos). Dos guardias lo vincularon con la droga, sin pruebas, y acabó preso casi un año.
“Yo estaba pescando, tranquilo, y no tenía nada que ver con todo aquello, pero ni me dejaron hablar”, cuenta Tomás. 345 días en la cárcel y seis años procesado, hasta que la Audiencia de Málaga dictaminó hace poco más de un año su total inocencia. Estaba allí, pero era ajeno a todo lo que sucedió aquella noche en la playa marbellí de Cabopino (1,5 kilómetros de arena fina bordeada de chalés y cañizales en la que grupos nudistas buscan su lugar en verano huyendo de intrusos).
La noche del 21 de febrero de 2010 estaba cerrada, caía frío sobre la playa. Tomás se abrigó y se llevó la cena, los útiles y su licencia de pesca. Y se adentró en la arena para gastar los tres kilos de carnada que le sobraron del día anterior. Le atraía el sosiego de la noche esperando que le entrara “alguna dorada”.
A Tomás le gustaba el sosiego de la noche y la brisa del mar en su rostro, estar tranquilo, huía de la bulla. Esa noche no había ni un alma en la playa, rezumaba paz. O eso creía Tomás.
Entre las cañas de la playa, en montículos de arena y dentro de coches discretamente estacionados en un aparcamiento que se asoma al mar, decenas de ojos acechaban. Escondidos unos de otros. También a Tomás, ignorante de que era el centro de la escena. Eran ojos de guardias civiles que seguían los pasos de falsos guardias civiles; agentes de la Policía Nacional que vigilaban a guardias que, a su vez, perseguían a otros guardias por sospechas de que hacían la vista gorda ante la llegada de lanchas de hachís al litoral malagueño. Y aún había más ojos esa noche en la playa: dos bandas de narcos de subsaharianos y marroquíes que se disputaban el cargamento. La intención de una de las bandas, en connivencia con los falsos guardias, era arrebatarle la mercancía a la otra tirando de placas.
A las diez de la noche todos sabían que se avecinaba la lancha. Todos menos Tomás, distraído, recuerda, con el paso de nubes negras que dejaban ver entre resquicios una luna que menguaba en el horizonte. Y mirando de reojo desde una silla tipo director de cine las lucecitas de neón de la punta de sus cañas, que se chivan si hay alguna captura.
Casi acababa de devolver al mar dos besugos pequeños “cuando se me acercaron por detrás siete u ocho moros”, cuenta. “Y uno, en perfecto español”, describe, “me dijo: ‘tranquilo, si te estás quieto, no te pasará nada…’. Me quedé sentado, y me quitaron el móvil, acababa de llamar a mi mujer, mientras uno de ellos agitaba una luz hacia el mar. A continuación, casi en silencio, entró la lancha. Era de color negro, enorme, y de ella se bajaron varias personas”, señaló Tomás.
Todo sucedió muy rápido. Los de la lancha y los que tenían retenido a Tomás, empezaron a descargar fardos a toda prisa que portaban a una furgoneta del aparcamiento. “Minutos después, vi varias luces que corrían por la playa hacia donde yo estaba al grito de ‘Alto a la Guardia Civil’, y ruidos de tiros y más tiros…”. Sin moverse de la silla, rememora, “alcé los brazos, muy asustado, y pensando para mis adentros: ‘Dios mío, que no me peguen un tiro, que no me peguen un tiro…’”. Y a la vez una estampida “de personas que salían de entre las cañas perseguidas por guardias”. La quietud de la playa se tornó en una suerte de ruleta mafiosa con semejanzas con el camarote de los Hermanos Marx, pero a cielo abierto.
“Espósalo, y pa’dentro”
“Pillaron a 12 esa noche”, señala Tomás. También fueron a por él: “Tú eres el pescador, ¿verdad? Cierra la boca y túmbate boca abajo como los demás”, le gritó un guardia. “Me pisó el cuello con la bota en la arena”, dice con enfado sobre el trato que recibió. Y ni caso a sus lamentos de inocencia. “Mientras estaba tumbado, otro guardia me dijo que me habían estado observando y que sabían que yo no tenía nada que ver con aquella gente. Pero llegó otro guardia que parecía su jefe y le soltó: ‘espósalo, y pa’dentro”.
Tras ser arrestado, en los calabozos, comió con las manos la comida que le ponían en las bandejas “porque no había cubiertos”, señala. “Estuve muchos días con el mono de pesca y sin calzoncillos, y teníamos que limpiarnos el culo con una goma de agua asquerosa”.
Al llegar a la cárcel, pidió trabajar “donde fuese, necesitaba tener la mente distraída; al principio, me daba igual, limpié muchos váter llenos de porquerías”.
El caso de Tomás fue erráticamente fugaz: pasó del juzgado número 4, que decretó su prisión, al 8, y de este, al 11. Varios juzgados de Marbella y Málaga, cada uno por su lado, iban detrás de esta barca y de otros cargamentos de hachís en playas de la Costa del Sol. En esa noria, Tomás acabó en prisión.
La noche de los tiros en Cabopino solo fue una operación más perpetrada por una extensa red de narcos que traían lanchas llenas de hachís y otras drogas a Málaga y Cádiz en connivencia con guardias civiles.
En esta operación cayó luego, ocho meses después de Tomás, el exjefe antidroga de la Guardia Civil de Málaga Valentín Fernández, entre otros agentes, que también estuvo esa noche en Cabopino. Penas de hasta diez años de cárcel por facilitar la entrada de drogas.
A Tomás le acusaron de ser un aguador, el que avisa a la lancha de si hay guardias en la playa, con el argumento de que la lancha irrumpió en la playa casi entre las luces de neón de sus dos cañas, separadas varios metros. “Todo mentira, esas luces están en la parte trasera de la caña, las veo yo desde atrás, pero no se ven desde el mar”.
La Audiencia de Málaga censuró las exiguas pruebas del fiscal, que le pidió siete años de cárcel y 13 millones en multas;y le absolvió. El fiscal se basó en que dos agentes declararon que Tomás, al llegar la lancha, no se movió del lugar. “¿Y cómo iba a moverme si me habían dicho los moros que me mataban si lo hacía?”, expone.
“Es normal que en las costas haya personas que pescan durante la noche, su coche fue registrado esa misma noche y solo llevaba útiles de pesca, nada que ver con drogas” replicó el tribunal al fiscal sobre Tomás. Y quedarse quieto ante algo inesperado “es una táctica de defensa normal”, razonó el tribunal malacitano.
Fue su abogada, María Jesús Yáñez, la que, leyendo el sumario tras levantarse el secreto, descubrió y elevó al juez, el del 8 en aquel momento, otra prueba determinante de que Tomás era inocente. Un pinchazo telefónico interceptado aquella misma noche entre los cañizales de la playa de Cabopino, instantes antes de la llegada de la lancha. “¿El pescador es tuyo?”, pregunta un jefe de los narcos a otro. “No, mío no”. “Mío tampoco; pues entonces no es de nadie…”.
Seis años de espera hasta el juicio
Tomás salió en libertad provisional casi al año, pero tuvo que esperar otros seis hasta el juicio. Una treintena de acusados se sentaron con él en el banquillo de la Sección Segunda de la Audiencia de Málaga. Siete acusados fueron absueltos. Y Tomás, que no se ha recuperado aún de todo aquello. En su entrevista con Hernández, no dejó de llorar. Lo perdió todo al entrar en la cárcel: el trabajo, no pudo pagar la hipoteca y le quitaron la casa. Al salir de la cárcel, cogió a su mujer y a sus hijas y se fue a Galicia, “a 1.200 kilómetros de aquí, adonde no viera a nadie (…) He llegado a odiar a mi país…”.
Sobre este caso, el Consejo del Poder Judicial emitió un informe en el que señala que, al tratarse de un supuesto error judicial, solo un tribunal ordinario debe evaluar el monto de la indemnización, si es que llega algún día. Previsiblemente no cobrará mucho más de 25 euros por cada día que estuvo preso.
A Tomás se le abre el alma y rompe a llorar en la entrevista cuando se acuerda de lo mal que lo pasaron sus dos hijas, entonces de nueve y once años, porque él no estaba en casa: “Mi hija pequeña se echaba colonia de la mía, para oler a su padre…”. “Ni una semana faltaron sus dos hijas para ver a su padre mientras estuvo en la cárcel, ni una”, cuenta Lorena, la madre. Cuando Tomás lloraba, a ella también se le saltaban las lágrimas. “Hemos sufrido mucho”, se justificaba Lorena.
Ahora vive en un municipio extremeño. Desde allí, con ayuda de Lorena, su mujer, trata de olvidar el destrozo personal y emocional que le causó estar aquella noche y a esa hora en tan inadecuado lugar. Y los váteres de la cárcel que limpió durante meses hasta que los funcionarios le nombraron presidente del módulo de respeto, y las manchas de sangre que vio en las paredes de algunas celdas que compartió como vigía de presos que querían quitarse la vida. Y los tres días terribles que pasó en los calabozos de la Guardia Civil de Málaga, comiendo con las manos de la bandeja compartimentada que le daban mientras era fatídicamente conducido ante el juez.
[Este periódico les irá contando periódicamente errores judiciales cometidos en España en los últimos 20 años, muchos de los cuales aún siguen vivos y sin resolver por parte del ministerio]
Alhaurín el Grande no tiene cárcel.