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La eterna duda de Percibal Reynolds

Gonzalo Pérez

Gonzalo Pérez Ponferrada

Acaba de subir a la planta 61 de la torre Chrysler. Es el último piso. Toda la estancia está herméticamente cerrada. Rompe los cristales de la ventana para poder salir al exterior. Nunca pensó que el juicio final le llegaría en 2012. Pércibal Reynolds brindaba hace solo unos meses la entrada del año nuevo con Margot, su amante. Ahora está prácticamente muerto. Vive con la duda permanente.

Su pesadilla comenzó a las 10 de la mañana del seis de marzo en Wall Street. El rumor de la quiebra de Lehman Brothers, una de las principales compañías financieras del país, provoca la desconfianza de los inversores. El cierre ha sido catastrófico. La bolsa ha sufrido una caída del 500 por cien.

En un solo día ha perdido 2.420 millones de dólares. Pércibal era dueño de un banco por la mañana. Ahora ya no tiene nada. Ni siquiera es suyo el anillo que su esposa le regaló treinta años atrás. Una hermosa piedra de diamante que está valorada en cinco millones. Todo se ha embargado. Todos sus bienes. La casa de la playa, el apartamento de París y su colección de 50 automóviles Hispano-Suiza.

Pércibal Reynolds se aúpa y se sitúa entre la cornisa y la gárgola en forma de águila que cuelga extramuros del edificio. Mira hacia el abismo y ve a la gente que se detiene y lo señala con el dedo. Los viandantes están en su vertical. Justo 319 metros más abajo, entre la intersección de la calle 42 y el número 405 de la avenida Lexington.

Nueva York está inquieta. Mirando al suicida. Las miles de ventanas que se ven desde arriba son como ojos que lo vigilan. Que le dicen que se tire. Que se funda con el viento. El suelo le está esperando. Su cuerpo se aplastará contra la acera y su sangre se esparcirá y se mezclará entre la suciedad de la ciudad.

Pércibal está inmerso en sus ensoñaciones. Pensó que si ahora se iba de este mundo no conocería las calamidades de la miseria. Un hombre como él no podía ser pobre. La vida le había regalado todos los placeres y era hora de despedirse como un buen americano. Calculaba la velocidad que llegaría a alcanzar al precipitarse, antes de estrellarse contra el suelo.

Lo único que ahora le preocupa es si el dolor será soportable. Unos años antes vio caer a un hombre desde un globo aerostático. No tardo más de ocho segundos en estrellarse contra la arena de la playa. El globo estaría a unos 2.000 metros de altura. Fue como ver a un monigote rebotar varias veces contra el suelo sin quejarse. Parecía un muñeco de trapo.

“Entonces caer desde 319 metros sería como tropezar –pensó- no me daría cuenta ni de que estoy cayendo. Sólo notaría el aire cortarme la cara un segundo. Oiría un sonido fuerte, seco y ahí acabaría todo”.

Pércibal, absorto en sus pensamientos, ha estado a punto de resbalar y de precipitarse al vacío. Fue al apoyarse en la cabeza de águila que cuelga del muro. Se ha agarrado con fuerza a otra gárgola vecina. Todo el peso de su cuerpo lo está sujetando una cornisa que le puede hacer perder el equilibrio en cualquier momento.

No podrá aguantar mucho tiempo. La cabeza de águila se le escapa de entre los dedos. Hace frío. Siente que le quedan unos pocos minutos. Le sudan las manos. Es imposible seguir sujetándose y va a tener que buscar otro asidero.

Antes de estar en esa situación tenía la firme convicción de querer matarse. Pero ahora que está en peligro no quiere morir. Siente que la vida se le ha pegado entre las uñas, que la pared que ahora araña para asirse es su salvación.

Abajo todo el mundo mira espantado al suicida. Pércibal Reynolds ahora no quiere morir. Ya no le importa ser pobre. Le da igual el destino del banco que acaba de perder. Ni tan siquiera el anillo de su mujer o que su amante lo haya abandonado esta misma tarde.

Sus dedos se van soltando de la pared, impotentes. Él no quiere caer. La gárgola lo mira desde arriba y él se está precipitando hacía el fondo. Todo es mucho más pausado de lo que podría haber imaginado. Puede ver a la gente desde arriba. Los ve acercarse.

Una niña de unos cinco años corre a las faldas de su madre. Tres bomberos están intentando acercarle una colchoneta. Dos adolescentes compran un perrito caliente. Ellos no lo ven precipitarse. Hay un chaval disfrazado de superhéroe. De Spiderman.

Pércibal grita y nadie lo está oyendo. Nadie lo puede proteger. Ni siquiera el Spiderman de pega. Él lo siente todo muy de cerca. La vibración de una mariposa que le sobrevuela como si fuera un hada buena que viniera a salvarlo.

Antes de llegar al suelo escucha perfectamente el claxon de un taxi que protesta ante el gentío que se agolpa para verlo caer. Es un ruido nítido. Lo oye como si fuera uno de esos privilegiados que ahora están caminando y no se están estrellando a una velocidad de 30 metros por segundo.

Todo el gentío se arremolina y se detiene a mirarlo. Gritan, lloran y algunos no pueden disimular la cara de asco.

Pércibal no ha sentido absolutamente nada. De repente se ve en el suelo. En una acera que parece almohadillada, blanda y acogedora. Se encuentra recostado en una postura bastante rara. Nunca se vio la espalda y ahora la tiene delante de su cabeza. Al lado se encuentran totalmente estiradas y cruzadas sus dos piernas. Pércibal sabía que esa postura era bastante extraña.

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