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LA CAÑA DULCE

Machado

El poeta sevillano Antonio Machado.

Quien así habla hoy desde mi pluma es don Antonio Machado, que quiere enseñarnos humildad en medio de tanta altanería. Porque todo lo que es el hombre, bueno y malo, se debe a la justa valoración de sus medidas

No recuerdo bien en qué época del año se acostumbran en Sevilla comprar a los niños cañas de azúcar, cañas dulces, que dicen mis paisanos. Mas sí recuerdo que, siendo yo niño, a mis seis o siete años, estaba una mañana de sol sentado, en compañía de mi abuela, en un banco de la Plaza de la Magdalena, y que tenía una caña dulce en la mano. No lejos de nosotros pasaba otro niño con su madre. Llevaba también una caña de azúcar. Yo pensaba: “La mía es mucho mayor”. Recuerdo bien cuán seguro estaba yo de esto.

Sin embargo, pregunté a mi abuela: “¿No es verdad que mi caña es mayor que la de este niño?”. Yo no dudaba de una contestación afirmativa. Pero mi abuela no tardó en responder con un acento de verdad y de cariño que no olvidaré nunca: “Al contrario, hijo mío; la de ese niño es mucho mayor que la tuya”. Parece imposible que este trivial suceso haya tenido tanta influencia en mi vida. Todo lo que soy  -bueno y malo-, cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso, lo debo al recuerdo de mi caña dulce…

Quien así habla hoy desde mi pluma es don Antonio Machado, que quiere enseñarnos humildad en medio de tanta altanería. Porque todo lo que es el hombre, bueno y malo, se debe a la justa valoración de sus medidas.

Cuando le sucediese el primer atrevimiento, en la primera complicidad amorosa, llevaría don Antonio su caña dulce en la mano. Al hacer traducciones en París, al aspirar a una cátedra de instituto, al ver al Duero llevarse el amor en sus espejos, al asomarse a la orilla de cada papel que le esperaba… don Antonio, como un cirio, llevaría su caña dulce en la mano. Y estoy seguro que al poeta le vino la humildad por no haber soltado la lumbre de su caña. De ahí ese respeto contagioso para el que no sabía, esa obsesión de no llevar equipaje y la púdica pasión aguantada de sus últimos años.

…En los bancos de la Plaza de la Magdalena hay viejos sentados al sol  -al mismo sol que fue testigo de aquellas comparaciones-. Me acerqué al viejo más solitario sin poder evitar la referencia a la anécdota machadiana. Media hora, tal vez, estuvimos de charla y de recuerdos: toda su vida había tocado aquel hombre el acordeón en no sé cuántas ferias, en no sé qué otras plazas… Al despedirme, me dio su mano y sentí en el apretón de músico una fuerza, una caña dulce más grande que la mía.

Van y vienen en nuestra España leyes y más leyes de Enseñanza. De unos y de otros. La última ley arrebata la importancia de la religión de las aulas porque, a lo peor, perturba las inocencias. Los resultados, a la vista; nos hemos quedado sin dulzura, con la caña sola y, para colmo, creyendo que la nuestra es la más larga.

Y la ministra del desaguisado, de embajadora en el Vaticano… Ay Dios qué hemos hecho para sufrir semejante desconcierto. Líbranos de tanto mal. Amén.

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