El recluso quiere volver a la cárcel, pero teme represalias y ha pedido a Fuentes Informadas que le acompañe
El enfermero de la cárcel de Alcalá Meco que se quitó la vida hace dos semanas en su casa de Madrid, llamado Saúl, fue el único sanitario penitenciario “que realmente se preocupó de mi estado de salud; los demás no hicieron nada”, según ha explicado a Fuentes Informadas el interno Juan Antonio Rodríguez Flores, de 44 años y padre de tres hijos.
Juan Antonio es el interno de Navalcarnero que hace un mes decidió no regresar a prisión tras un permiso y que en la actualidad se halla en busca y captura por la policía. El motivo de su huida es que ha estado a punto de morir en prisión por desatención médica. No son palabras vacuas. De todo lo que dice posee documentación que está en poder de este periódico.
Se enteró por Fuentes Informadas de la muerte del enfermero de Alcalá Meco, de nombre Saúl. “Fue el único sanitario que se preocupó de mi estado de salud, incluso buscaba tiempo para ir a curarme mientras los demás, nada, ni se preocupaban”, subraya.
A Juan Antonio, que ha estudiado Derecho en prisión y ya ha cumplido seis de los ocho años de condena, por un delito económico, entró en 2018 en la cárcel de Soto del Real. En perfectas condiciones de salud y, tras su paso por esta y otras cárceles madrileñas, ha estado a punto de morir por una flagrante y casi criminal desatención médica. A día de hoy, la Comunidad de Madrid le tiene reconocido un 75% de discapacidad. Y llegó siendo un deportista.
Hoy, escondido en un lugar secreto, está cojo, padece un glaucoma ocular y en su pierna izquierda tiene una enorme raja quirúrgica que precisó cientos de puntos de sutura. Le han destrozado la vida, al menos la salud, en la cárcel.
Es muy conocido entre la población reclusa, y querido, porque no sólo ayudaba a sus compañeros a interponer recursos frente a decisiones de la prisión, sino porque él mismo, cuando veía que se incumplían las normas, no tenía recato en interponer un escrito y denunciarlo. Pero eso no gusta nada en la prisión. Y allí donde ha estado, afirman presos que han convivido con él, “han ido a putearle”.
Diabetes y úlcera
Ahora sabe que está prófugo, pero quiere volver cuanto antes a la cárcel para terminar los dos años que le quedan de condena. Eso sí, sufre una diabetes grave y exige que se le garanticen su salud. Huyó hace un mes del penal de Navalcarnero porque hace dos le salió una úlcera en un pie que, debido a su diabetes, no se le cerraba.
Y en la cárcel nadie, salvo el enfermero que se quitó la vida hace dos semanas, se preocupó de curarle. En su situación, con la diabetes acechándole, necesitaba antibióticos. Y en la cárcel no se los daban, denuncia Juan Antonio. Por eso huyó. Porque en la cárcel pasan de sus dolencias.
Se estuvo él autocurando la úlcera con un bote de Betadine que le dio a escondidas otro interno, pero la herida no se le cerraba porque necesita antibióticos. Y ni siquiera podía ir a ver al médico de la cárcel dada la lista de espera y la dificultad de obtener cita. “Y no quiero que me vuelva a ocurrir lo que me pasó en Soto, que estuve a punto de morir; quiero terminar mi condena y estar con mi mujer y mis hijos, no quiero morir”, señala.
Lo que le pasó en Soto, la primera cárcel en la que estuvo, es que sufrió un hematoma en una pierna, a la altura de la rodilla, que cada día presentaba peor aspecto y que acabó en una septicemia debido a una flagrante desatención médica. Por este motivo estuvo en coma durante diez días. Casi la cuesta la vida de no ser por los médicos del hospital Gregorio Marañón, adonde le llevaron de urgencia tras sufrir un mareo en la cárcel y hervirle la fiebre.
Graves secuelas
Esa inacción sanitaria de Soto le ha originado graves secuelas: diabetes tipo 1, la más grave, ceguera y sordera parcial y un fémur de titanio. En Soto, ante sus lamentos, solo le daban analgésicos para el dolor y la creciente fiebre. Y ello evolucionó durante varias semanas hacia una septicemia con metástasis.
Se salvó gracias a que se mareó y entonces sí le llevaron a la unidad de presos del hospital Gregorio Marañón. Los médicos llegaron a sopesar, dada la avanzada septicemia, la opción de amputarle la pierna.
In extremis, lograron frenar la imparable infección, que se fue gestando a lo largo de semanas en las que caían en saco roto sus súplicas a médicos y directivos para que le trataran la fiebre y el fuerte dolor que se había apoderado de su pierna. Ni caso, más analgésicos.
Cuando en las visitas le veía cada vez más enfermo, su esposa pidió una y otra vez que le atendiesen correctamente, o al menos que le hicieran una radiografía, pero en las cárceles madrileñas el desprecio de los directivos (hay honrosa excepciones) hacia los internos y familiares lamentablemente es lo usual. Y ni caso. Al menos eso explican a Fuentes Informadas muchos familiares de internos.
… y don Pepe sigue de director
Y nadie se atreve a levantar la voz por temor a que dentro adopten represalias. Los directivos y funcionarios lo saben. Hay que hablarles con tacto y soportar incluso altanerías. De esto último, don Pepe, José Comerón, el ínclito alcaide/director de Meco, sabe mucho.
Este director sigue en su puesto porque es amigo del secretario general de Prisiones Ángel Luis Ortiz, a pesar de que se le fugó hace meses un preso muy peligroso, El Pastillas, y de que recientemente se suicidó el enfermero antes citado dejando una nota en la que le tacha de “machista” y de hacerle la vida imposible, al margen de airear que tenía “demasiada pluma”.
Este es el enfermero al que alude Juan Antonio Flores como el único sanitario que se preocupó de sus dolencias.
Juan Antonio, en su refugio secreto, ya está mejor de su úlcera gracias a que ha podido disponer de antibióticos, y quiere regresar al penal, pero ha pedido a Fuentes Informadas que le acompañe hasta la cárcel.
Tiene miedo de lo que puedan hacerle en Navalcarnero, considerada la cárcel más dura de Madridl La dirige una chica joven, hija de un sindicalista, llamada Noelia, de la cuerda de don Pepe, con quien estuvo muchos años de subdirectora.
Noelia es la que preside la junta de tratamiento de Navalcarnero (la que da permisos o progresa, o no, de grado a los internos), la más denostada por los reclusos madrileños. La “arbitrariedad y la no motivación de sus decisiones” suele presidir sus resoluciones, según fuentes penitenciarias.
Cuando un director quiere “putear a un interno”, lo manda a Navalcarnero. “Y allí se encargan de él”, señalan fuentes que conocen bien esta prisión.
Y a Navalcarnero envió a finales del pasado julio José (don Pepe) Comerón, alcaide/director de Alcalá Meco, a Juan Antonio. Juan Antonio, con todas las de la ley, le pidió a don Pepe que convocara una junta y se le restituyeran los beneficios del artículo 100.2 de la legislación penitenciaria (un régimen similar al tercer grado).
A Meco llegó Juan Antonio procedente del Centro de Régimen Abierto Victoria Kent de Madrid, al que arribó después de que un juez le concediese los beneficios del artículo 100.2 de la ley penitenciaria. Este régimen le permite ir a trabajar durante el día con la obligación de pernoctar en el Victoria Kent.
Pero en el Victoria Kent, antes de enviarle a Meco, le quitaron ese beneficio. Se lo arrebataron injustamente (por entonces llevaba cumplidos seis de los ocho años de condena, por eso el juez le dio el 100.2). Se los quitaron porque un día que tenía que reincorporarse por la noche al Victoria Kent sufrió una hipoglucemia, le atendió una ambulancia del Samur y estuvo dos días en un hospital. La familia avisó al centro.
Pero el Victoria Kent se pasó por la entrepierna los partes médicos que llevó el interno del Samur y del hospital y lo acusaron de quebrantamiento de condena (falsa imputación, como después acreditaría el juez que llevó ese asunto y lo archivó). Pero por el mero hecho de acusarle de ese quebrantamiento, le quitaron los citados beneficios penitenciarios y ya no podía ir a trabajar, y no solo eso, lo enviaron a Meco.
Allí le esperaba don Pepe, quien, tras varios meses, accedió a recibir a Juan Antonio en su despacho, a finales del pasado julio. Sabía que Juan Antonio le buscaba para que volvieran a darle el 100.2, pero don Pepe solo lo recibió meses después de estar en el centro, cuando un juez comunicó a la cárcel que el quebramiento no era tal y que el interno no había podido reincorporarse al Victoria Kent por fuerza mayor, la hipoglucemia.
Con la resolución en la mano, don Pepe vino a decirle que él se iba a de vacaciones, que era lo más importante para el en ese momento y que hablarían de lo suyo a su vuelta. Pero lo que realmente hizo don Pepe es irse de vacaciones y ordenar el traslado de Juan Antonio a la cárcel de Navalcarnero. Juan Antonio tenía permisos aprobados por el juez, siete, y no pudo tomárseñlos. Y de esta forma ni le devolvía los derechos del 100.2 ni podía cogerse los permisos. Eso ocurrió este pasado verano.
Juan Antonio volvió a pedir los permisos cuando volvió a Navalcarnero. En uno de ellos decidió no volver a la prisión. Por entonces, su úlcera del pie seguía sangrando y no le prestaban atención médica, salvo el enfermero Saúl, que en ese momento estaba en Meco, donde le hacían la vida imposible por haber criticado la dejación de una compañera de la enfermería. Luego pidió traslado a Navalcarnero porque, según él, don Pepe y algunos sanitarios del centro le estaban fastidiando.
El enfermero, pues, volvió a coincidir con Juan Antonio en Navalcarnero. “Era el único que me curaba la úlcera del pie; una gran persona, se preocupaba de todos los pacientes e iba a verles”, señala Juan Antonio desde el lugar secreto en el que desde hace un mes se esconde de la policía.
El don de don Pepe
Las prisiones son de los pocos reductos que quedan donde directivos y funcionarios exigen o imponen el tratamiento de don, que en España solo lo tiene el Rey.
Y ¡¡ay!! de aquel interno que se atreva a eludir ese tratamiento en la cárcel.
Porque en las cárceles españolas, lo dicen muchos presos, caerle mal a un funcionario o al director es exponerse a “continuos puteos en forma de sanciones” que luego implican la denegación, por ejemplo, de permisos de salida.
El juez san Arturo
Frente a los abusos, los presos de Madrid han tenido la suerte durante muchos años de tener como máximos jefes de las cárceles, por encima de los jueces de vigilancia (quienes, en general, se limitan a suscribir sin más lo que acuerdan las juntas de tratamiento) a los magistrados de la Sección Quinta de la Audiencia Provincial, antes presidida por Arturo Beltrán (“san Arturo”, le llamaban los internos) y ahora por Pascual Faviá Mir.
“En mi sueldo está equivocarme con un permiso, lo fácil sería no dar ninguno, pero la inmensa mayoría de los internos hacen un buen uso de ellos y no darlos por sistema sería muy injusto”, declaró en alguna ocasión el magistrado Arturo Beltrán a esta periodista. El sucesor y actual presidente, Pascual Faviá, también es de esa opinión.
Y son muchas las resoluciones timoratas y acomodaticias que revoca la Audiencia a los jueces de vigilancia de la plaza de Castilla, que suelen ceñirse a lo mismo que dictaminan las juntas de tratamiento, cuando la labor de un juez de vigilancia no es necesariamente darle la razón a la junta, compuesta por técnicos penitenciarios y el director, sino de hacer cumplir la legalidad y combatir la arbitrariedad. Y las juntas, dícese la de Navalcarnero de Noelia, por ejemplo, según numerosos internos, no siempre actúa con criterios de equidad.