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Ilustres apellidos

En qué lápidas cabrán nombres tan largos

El cementerio de La Soledad, en Huelva capital. | Fuente: Europa Press

Mi tío Antonio era veterinario titular de la plaza de Moratalla, cercana a Caravaca de la Cruz, tan religiosa y visitada. Yo acababa de cumplir doce años y me gustaba ir con él por su conversación y por la novedad de ver cómo se vacunaban las ovejas, cómo mugían las vacas al parir y la forma suave de lamer en seguida a sus terneros.

Aquella semana les correspondían cuidos y vacunas a los animales de la inmensa finca del conde de Ulea, que al parecer también lo era de Campillos, con el que mi tío gozaba de espléndida relación junto a su familia, ya que habían acordado una iguala veterinaria de mutua conveniencia. Pedí ese día que me llevara y fuimos en su moto OSA, sin casco y bañados en el polvo del camino sin asfaltar, hasta la propiedad distante a unos treinta kilómetros de donde vivíamos.

Antes de llegar, ya mi tío tuvo la delicadeza de advertirme sobre la familia que iba a conocer y el respetuoso silencio que debía representar. Muy viejito, con botas de montar sin posibilidades, saludé al conde que era más bien una pavesa, una insignificancia con clase. Migas con uvas nos pusieron al almuerzo y una carne fina de cordero que deseaba permanecer más tiempo en la boca. La conversación entre mayores apenas si alcanzaba yo a comprenderla, pero se manifestaba distendida y provechosa.

Antes habíamos visitado a los colonos de la finca que nos obsequiaron con un vino suave y una delicia de embutidos hecha en casa. Los trabajadores vivían con sus familias en casitas alrededor de la principal y daba la impresión de que el conde era generoso con ellos, con sus tiempos de descanso y con algo de camaradería. Habitáculos de unos doscientos metros, donde las familias cultivaban sus propias verduras, alimentaban al cerdo que cabía en el corralito junto a las gallinas y hasta conejos en su jaula vi en algunas de las cortas visitas. Sus hijos iban a la escuela de la pedanía y nos sorprendieron imitando el sonido de los gallos al amanecer.

Cuando, a punto ya de salir, le pregunté a mi tío cómo se llamaba el conde, respiró hondo antes de responderme: don Joaquín Chico de Guzmán y Chico de Guzmán Figueroa y Belmonte. En las alforjas de la OSA, algunas viandas de regalo y dulces esponjosos que se deshicieron luego en los tazones de leche de las meriendas. Pero mi gran preocupación de niño todo el camino de vuelta fue en qué lápida de cementerio podía escribirse tanto apellido cuando el conde muriera, que parecía no faltarle mucho. Esa reflexión fue compañera del ruido de la moto y de la insistente tolvanera.

Así se lo hice saber a mi tío nada más llegar y él, que fue siempre un filósofo desperdiciado, nuevamente acertó al responderme:

-Por muchos apellidos que se tengan, todos caben en cualquier sitio. No así nuestras vidas, que precisan de un espacio infinito, de un Paraíso incalculable.

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