Hoy: 22 de noviembre de 2024
La guerra de Ucrania genera a diario no pocas noticias estremecedoras, quien sabe si unas, o todas ellas, sinceras, dudosas, malintencionadas, o directamente tendenciosas. “Estados Unidos entregará miles de millones de dólares en ayuda militar a Ucrania”, “Rusia sufre una derrota total en el frente norte”, “Ucrania asegura la reconquista del distrito de Izium”, “Detectan explosiones en los gaseoductos rusos Nord Stream…”
Lo que nunca nos cuenta la prensa es la situación y el número de esas otras víctimas que no fallecen en combate, pero resultan gravemente heridas. Sin importar el bando en el que luchen.
En la película, que antes fue novela, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, el protagonista, un joven superviviente de la Primera Guerra Mundial, reflexiona sobre su existencia mientras yace en la cama de un apartado hospital, sin brazos ni piernas. Tampoco tiene ojos, ni boca, ni dientes, ni nariz…toda su cara ha desaparecido. En vano intenta comunicarse con el exterior, pero solo puede suplicar ayuda a su madre, que no le escucha…
La España de la posguerra trazó un paisaje triste en blanco y negro salpicado de barro y chabolas por el que transitaban, medio desorientados, los heridos del conflicto que enfrentó a unos hermanos contra otros. Los mayores todavía recuerdan a muchos de estos heridos deambulando por las calles, mutilados, con el rostro desfigurado, o desplazando su cuerpo sin piernas en una especie de patinete bajo de madera, que solo podía moverse usando los brazos como fuerza motriz.
De la guerra de las Malvinas se cuenta la historia del joven inválido que se suicidó al saber que su madre no podría soportar la presencia en su casa de su hijo ciego, sin pierna, ni brazo. Cómo olvidar, de este mismo infame conflicto, que los jóvenes reclutas argentinos se enfrentaron a los soldados ingleses o a los gurkhas nepaleses en contra de su voluntad, a temperaturas de 20 grados bajo cero, sin la alimentación, ni la vestimenta adecuada. A muchos, la piel se les gangrenó; un centenar de muchachos asistieron alucinados al congelamiento de sus testículos, y cerca de 500 se quedaron ciegos por falta de gafas protectoras contra el reflejo de la luz solar provocado por la nieve.
En un breve reportaje extranjero, vemos a Andrii, soldado ucraniano, con las dos piernas amputadas. También le faltan tres dedos de la mano izquierda. Serhii, otro combatiente herido, vivirá el resto de su existencia sin una de sus piernas. Y así podríamos seguir hasta la extenuación.
A veces, un grupo de generales se acerca hasta el hospital donde se recuperan estos heridos, y en una escueta ceremonia, les condecoran con la medalla del valor, del mérito militar, o de lo que sea.
Caer herido de consideración en una guerra es otra de las consecuencias inevitables de este tipo de aberración humana.
Dos propuestas. La primera, que las armas y máquinas de matar, sean realmente armas y máquinas de matar, no de herir. Que los cañones, los tanques, las bombas de racimo, los misiles, las granadas, las ametralladoras y los lanzallamas alcancen tal grado de perfección que solo produzcan muertes. Nada de heridos graves o menos graves. De lo contrario, pensaremos que los señores de la guerra tampoco le hacen ascos a esa posibilidad aterradora de dejar simplemente mutilados a las víctimas, aumentando con ello el gasto sanitario de su bando, y alargando el dolor de los propios afectados y sus familiares.
La otra propuesta es que los que declaran la guerra sean los primeros en lanzarse al ataque a pecho descubierto. Me refiero a esos de las ideas; los que justifican el uso de las armas. Los mismos que se plantean iniciar un conflicto por causas económicas, estratégicas, geográficas, políticas o religiosas. Esos son los que, antes que ningún otro, deben dar ejemplo y entregar su vida, su cara, sus piernas o sus brazos a la causa de la guerra.