Hambre

26 de junio de 2025
3 minutos de lectura
Una madre con sus hijas. | Fuente: EP

Las guerras ya no se quedan en sus fronteras, detienen barcos, encarecen el trigo, paralizan rutas comerciales

JUAN CARLOS SÁNCHEZ MAGALLÁN

El mundo produce suficiente comida para todos, pero cada día, entre 733 millones de personas enfrentan el hambre, de acuerdo con el informe State of Food Security and Nutrition in the World (SOFI) de la ONU. Esta paradoja revela mucho más que un problema de distribución: nos habla de un sistema global que, aún con abundancia, excluye. En medio del siglo XXI, el hambre sigue siendo uno de los rostros más crudos de la desigualdad, una injusticia que se manifiesta en estómagos vacíos, pero también en vidas enteras condicionadas por la incertidumbre, la violencia y la pobreza.

Hoy, las guerras vuelven a escribir con crudeza esta tragedia. El conflicto prolongado entre Rusia y Ucrania, además de la enorme pérdida de vidas, interrumpió durante meses la exportación de granos, fertilizantes y aceite vegetal a África, Asia y América Latina. A esto se suma la escalada bélica entre Israel e Irán, que encendió alarmas sobre la estabilidad en Oriente Medio, una región vital para el suministro energético y alimentario global. Y Gaza, donde 100% de la población enfrenta inseguridad alimentaria severa, el bloqueo de ayuda humanitaria ha llevado al colapso total de los sistemas de distribución. Cuando los misiles cruzan los cielos de un país, los efectos se sienten en los platos vacíos de muchos otros. En un mundo globalizado, las guerras ya no se quedan en sus fronteras, detienen barcos, encarecen el trigo, paralizan rutas comerciales y agotan las reservas de los más pobres.

En México, esta tensión geopolítica ha impactado de forma silenciosa pero contundente. Aumentos internacionales en el precio del maíz o el trigo se traducen en presiones al alza de los productos de primera necesidad. Más de 28 millones de personas viven con carencia alimentaria, y cerca de 4 millones enfrentan hambre severa (Coneval 2024). Lejos de ser un problema exclusivo del sur rural o de las sierras más aisladas, el hambre en nuestro país se instala también en las ciudades, en los cinturones de pobreza, en los hogares donde el ingreso no alcanza aunque se trabaje todo el día.

La sequía ha dejado más del 60% del territorio nacional afectado. Los suelos se agotan, las lluvias no llegan cuando deberían, y cuando llegan lo hacen en exceso, el campo produce cada vez menos. Mientras tanto, los pequeños agricultores, responsables de buena parte de lo que consumimos, carecen de acceso a sistemas de riego, a infraestructura de almacenamiento o a mercados justos. Los efectos de la crisis climática se sienten con más fuerza entre quienes menos responsabilidad tienen sobre ella.

Pero el hambre también avanza cuando los empleos son informales, cuando los salarios no cubren ni la canasta básica, cuando las mujeres ganan menos por el mismo trabajo y cuando se normaliza que alguien tenga que saltarse una comida para que otro pueda comer. En algunos estados, la violencia ha desplazado a comunidades enteras y ha interrumpido ciclos agrícolas. Los cultivos quedan abandonados, las tierras, vacías, y el alimento, escaso.

Detrás de todo esto, hay niños que no pueden concentrarse en clase porque no han desayunado, abuelos que saltan la cena para dejar algo a sus nietos, madres que improvisan con lo que hay. Uno de cada ocho niños mexicanos menores de cinco años presenta desnutrición crónica. Y aún más alarmante: miles de infancias mexicanas sufren lo que se ha llamado “hambre oculta”, una forma silenciosa de desnutrición que impide el desarrollo físico y cognitivo sin que se note a simple vista.

No es la falta de comida lo que genera el hambre, sino la falta de condiciones dignas para acceder a ella. Se trata de una crisis provocada por decisiones políticas, por conflictos que cruzan fronteras, por sistemas económicos que concentran riqueza y por una indiferencia que nos distancia del dolor ajeno. Combatir el hambre no es cuestión de buena voluntad, sino de justicia. Es mirar con otros ojos la manera en que producimos, distribuimos y valoramos los alimentos. Es reconocer que el derecho a la alimentación no es caridad, es dignidad. Y que el hambre, en cualquier rincón del mundo, nos compromete a todos. ¿O no, estimado lector?

*Por su interés reproducimos este artículo de Juan Carlos Sánchez Magallán publicado en Excelsior.

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