NÉSTOR HUMBERTO MARTÍNEZ
Lo que estamos viendo tiene que ser motivo de profunda preocupación. El Gobierno no acepta el hundimiento de la consulta por el Congreso y promueve la rebelión popular. Que no es otra cosa que una revuelta contra la propia Constitución, porque fue esta la que en 1991, en un diseño de pesos y contrapesos que lleva la rúbrica del M-19, le confió al Poder Legislativo la atribución de juzgar la conveniencia de las consultas populares de origen gubernamental.
Desde esta columna opinamos que el Senado debería facilitar este ejercicio de participación ciudadana, para decidir la suerte de la reforma laboral. Sabíamos que, de no ser así, Petro atizaría la lucha de clases, argumento que le queda en plaza pública para hacerse con una mayoría de cara al 2026, frente al fracaso estrepitoso de su gobierno. Es lo que está ocurriendo. Aunque ha quedado claro que lo mismo habría sucedido si, convocada la consulta, esta no hubiera salido adelante.
Lo que nunca nadie imaginó es que la soberbia nublara la responsabilidad, la grosería sustituyera la dialéctica y el revanchismo desencadenara una peligrosa confrontación institucional, acompañada de un acoso sin precedentes contra los congresistas. Es el propio jefe del Estado el que invita a que en cada municipio se exponga, casa por casa, a la manera de los carteles del viejo Oeste, el nombre de los senadores que “votaron en contra de la libre expresión del pueblo”.
Para todos estos efectos, el pueblo es un concepto que el régimen utiliza de manera maniquea para imponer su ideología y su visión de sociedad. Para el Pacto Histórico, la voluntad popular no es otra que la del Ejecutivo, de tal manera que no hay derecho a disentir. Como si el pueblo no estuviera representado legítimamente en millones de votos ciudadanos que le concedieron su representación al Congreso, donde tienen cabida muchos otros partidos y movimientos políticos. Así las cosas, es evidente que el oficialismo no busca que prevalezca la voluntad popular, sino la propia. Una expresión autárquica del poder.
Lo particularmente grave es que empezamos a recorrer un peligroso camino que puede terminar sustituyendo nuestra institucionalidad democrática, para imponer la voluntad gubernamental. Una nueva arquitectura para que reine el capricho soberano. Así, para suplantar el poder de representación que la carta le otorga a nuestro Congreso, este fin de semana se convocaron cabildos abiertos que deliberarán en todas las plazas municipales del país, para “tomar decisiones”, claro está, absolutamente subordinadas al criterio oficialista. Estas deberán serles entregadas a las centrales obreras para que proclamen el resultado, ejerciendo un nuevo poder escrutador en la Nación. Lo que salga, teñido de democracia municipal, se le confiará al Gobierno, que se “colocará al frente” para cumplirlo.
«Lo grave es que empezamos a recorrer un peligroso camino que puede terminar sustituyendo nuestra institucionalidad democrática, para imponer la voluntad gubernamental
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Desde ya se sabe que el resultado es una huelga general, preconcebida en el chat del ministerio de la política, para imponernos las inconvenientes reformas que no lograron consenso, ni aun a través del uso desbordado de la mermelada. Al efecto se convoca a todas las organizaciones populares, con la advertencia de que la movilización “no debe golpear clases medias ni pobres, ni la Fuerza Pública”. Nada se dice del transporte, del comercio, las industrias, los bancos y los gremios; sería de esperar que ellos también estén protegidos por el mensaje pacifista de quien lo proclama como comandante en jefe de las Fuerzas Militares, instituidas para preservar la vida, honra y bienes de todos.
Qué contraste con lo que ocurrió en Chile luego del fracaso de las reformas constitucionales. Boric aceptó la derrota, preservó la institucionalidad y ahora se prepara para la entrega del poder en un proceso democrático ejemplar.
Se le atribuye a Luis XIV haber desafiado al Parlamento parisino cuando dijo “El Estado soy yo”, expresión suprema del absolutismo, que lamentablemente ahora se consolida entre nosotros bajo una voz contemporánea: “El pueblo soy yo”. Es lo que lleva al gobierno, por estos días, a afirmar que “No hay ningún poder por encima del poder del pueblo”.
*Por su interés reproducimos este artículo de opinión de Néstor Humberto Martínez publicado en El Tiempo.