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García Lorca en Buenos Aires. Capítulo XXIV. (Último capítulo)

Federico García Lorca y Manuel de Falla. | Fuente: Europa Press.

MANUEL DE FALLA, AQUEL AMIGO

Se conocieron en la taberna de Polinaro, donde se bebía el mejor vino de la tierra, que entraba suave con el lamento de las seguiriyas.

Don Manuel había estado en París con Albéniz, a punto éste de morir por la nostalgia de Granada. Don Manuel había transitado por una crisis religiosa y buscaba una ciudad que retuviera su paz conseguida. Federico tendría poco más de veintidós años y acababa de superar la virulencia de un sarampión que le duraría toda la vida: la música. Don Manuel frotaba los corchos con el cristal de las botellas para llevar al pentagrama los sonidos. Federico aún no había puesto nombre a la serpiente que ya enroscaba en sus sienes los poemas.

PAZ

Don Manuel se había comprado “Un carmen” en la Antequeruela porque quiere trabajar en paz. Todas las mañanas se levanta temprano para dar un paseo por la frescura de la Alhambra. Luego desayuna como un pájaro y se coloca frente al piano esperando el cascabel de las notas. “Que nadie me moleste, por Dios”, advierte a su hermana María del Carmen y a una sirvienta que olvida, a veces, el panteón donde trabaja haciendo ruido con los cubiertos. Por la tarde, don Manuel recibe a los amigos. Por la tarde, se escucha a Federico que sube al “carmen” del Ave María con Manuel Ángeles Ortiz a tomar té y pan con mantequilla.

Francisco, el hermano del poeta, cuenta que las obsesiones por la limpieza, la manía por los ruidos y otras meticulosidades del gran don Manuel, ellos las conocían gracias a que la sirvienta del músico le había sido proporcionada por la familia García Lorca, a la que más tarde ella contaba los pormenores.

En una ocasión, con motivo de las ferias de Granada, habían instalado un tiovivo de gran sonoridad en el Paseo de los Tristes, los bajos de la ciudad. Pero el estertor subía por el Albaicín buscando el finísimo oído de Falla, que no tuvo más remedio que quejarse al Ayuntamiento solicitando una solución. Era alcalde Fernández de Montesinos, cuñado del poeta, quien convino con el feriante en poner, durante algunas horas, sordina a la cacharrería. Don Manuel aceptó el silencio con tal de indemnizar al perjudicado, pero éste se negó a recibir dinero dejando al músico sumergido en los escrúpulos de su conciencia.

De todas formas, Falla no era tan exagerado, en esto de los ruidos, con Juan Ramón Jiménez, que revistió de corcho las paredes de su departamento y luchaba con los timbres como don Quijote con los gigantes. Andrés Segovia acaba de revelar una anécdota del poeta:

“Fui una tarde de visita a casa de Juan Ramón, y Zenobia, su mujer, me abrió la puerta con un dedo en la boca:

— Silencio, que Juan Ramón está TENIENDO un poema”.

Independientemente de estas perplejidades, don Manuel de Falla era un hombre bondadoso tras su mascarilla de cera. Coherente en la vida con su idea de cristianismo, y amigo, y padre un poco, y maestro, de Federico García Lorca, Marcelle Auclair así lo atestigua:

“Federico era uno de los preferidos de don Manuel. Pero don Manuel no apreciaba todas sus salidas de niño terrible. Mucho mayor que él, su actitud era paternal, es decir, exigente. Más de una vez Emilia Llanos vio llegar a Federico a su casa a horas en que subía a la Antequeruela. Su aire contrito lo acusaba:

—¿No vas a casa de Falla?

—Hoy no —respondía el poeta con una fingida indiferencia. La muchacha rompía a reír:

—¡Federico! ¿Qué has hecho? Toma el tranvía y déjate reñir. Cuanto antes lo hagas, más pronto te perdonará don Manuel”.1

Y don Manuel perdonaba, con su corazón de música, las travesuras del poeta. Tenían los dos demasiadas cosas que decirse. Una pasión común por Andalucía les obligaba a estar juntos; y el cante jondo, ese coraje de no olvidar el llanto necesario, los transformaba en locos navegantes por los ríos de dentro.

¡Oh pueblo perdido

en la Andalucía del llanto!

Tierra

vieja

del candil

y la pena.

Tierra

de las hondas cisternas.

Tierra

de la muerte sin ojos

y las flechas.

Para Falla, el cante jondo era “un ejemplo rarísimo del canto primitivo, el más viejo de toda Europa. Tiene la desnudez, la emoción temblorosa de las razas orientales”.2

Decía don Manuel que el cante jondo, y su modelo más representativo la seguiriya gitana, nace en el siglo XV como confluencia de tres fenómenos: la pervivencia en los nativos de Andalucía del canto litúrgico bizantino adoptado por la Iglesia española hasta el siglo XI; la huida de la India de tribus gitanas en el 1400, perseguidas por los Cien Mil Jinetes del Gran Tamerlán; y la entrada de éstas en el Sur de la Península arropadas en las últimas oleadas de norteafricanos llegados a la Península a mediados del s. XV.3

Esta preocupación para que no se acabaran las raíces de un pueblo llevó a don Manuel de Falla y a su amigo Federico García Lorca a proyectar un concurso de Cante Jondo, que había de celebrarse en Granada el 13 y el 14 de junio de 1922. Manuel Ángeles Ortiz hace los carteles anunciadores. Falla, con su preciosismo acostumbrado, idea las bases. Y Federico acumula emociones y estalla en una conferencia inigualable de clausura.

Un ministro de cultura poco religioso, como era don Fernando de los Ríos, accede a una subvención de doce mil pesetas para los premios. El prestigio internacional de Falla abre muchas puertas y, a pesar de su bandería católica tan desusada entonces, obtiene el dinero y el apoyo.

Ganó el primer premio un cantaor viejo, lleno de cicatrices, que llamaban “EL TENAZAS”, y que dejó en cautividad al auditorio:

Yo tenía en mi rebaño

una cordera;

de tanto acariciarla

se volvió fiera.

España era todavía una cordera acariciada, pero se estaba gestando la fiera que más tarde sentiría a los hijos como extraños.

Con el pretexto del concurso Federico invita a Juan Ramón Jiménez a visitar Granada. Y el moguereño, sometido a sus perturbaciones anímicas, se quedó maravillado con la ciudad que no conocía, hasta el punto que “obligaba” a García Lorca a que le acompañase en sus visitas al Generalife donde él había de estar a las cinco de la tarde.

Al preguntarle Federico por qué esa precisión en la hora, Juan Ramón, en una confidencia, le responde: “Porque a es hora comienza el sufrimiento de los jardines”.

EL AMOR BRUJO, EL SOMBRERO DE TRES PICOS, EL RETABLO DE MAESE PEDRO. . . provocan en el mundo homenajes a Falla; y Federico, espectador permanente en las procesiones de su Corpus granadina, quiere rendir el suyo a don Manuel acercándose a la herida abierta de su catolicismo Y escribe para él su ODA AL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR, muchos de cuyos versos los fue llorando desde la Plaza de las Pasiegas: una atalaya donde los granadinos arrojan claveles al paso de Cristo, los mismos que por la tarde vuelcan en los toros. Al fin y al cabo son los claveles para la sangre: una, disimulada en la harina; otra, pespunteando la arena.

A don Manuel no le gustó la Oda que comienza:

Cantaban las mujeres por el muro clavado

cuando te vi, Dios fuerte, vivo en el Sacramento,

palpitante y desnudo, como un niño que corre

perseguido por siete novillos capitales.4

Dios visto de dos maneras, de setecientos millones de maneras. Dios recortado en la necesidad o en la esperanza de cada hombre. Dios hecho a medida, como un traje, para disimular las jorobas que no tienen remedio.

El Dios envasado en el pentagrama de don Manuel —por más que fuera consecuente en la caridad— no era ni siquiera pariente del Dios luminoso y lúdico, Dios pálpito y ancla, Dios en ascuas y en vuelo, de Federico.

En la mentalidad de Falla era irreverente llamar al Amor “panderito de harina para el recién nacido”, y le escribe, tembloroso, al poeta quejándose por la dedicatoria. Lorca, que había preparado en su mejor cesta de mimbre un racimo de inocencias para regalar al amigo, sufre la decepción de haber herido creyéndose acertado. Y ya no querrá subir al tranvía para que don Manuel le tire de las orejas como cuando era un jovencito lleno de travesuras. Ahora pensaría con pena que es urgente la resurrección del ruiseñor:

Para el asesinato del ruiseñor, venían

tres mil hombres armados de lucientes cuchillos.

Viejas y sacerdotes lloraban resistiendo

una lluvia de lenguas y hormigas voladoras.5

A pesar del distanciamiento, Lorca repite en 1933:

“Falla es mi gran devoción de siempre, y no sé qué vibra mejor en mí: mi admiración o mi cariño”.

Esta separación —según algunos autores— fue decisiva a la hora del trágico destino que soportó el poeta.

Federico está en la Huerta de san Vicente, rodeado ya por las envidias, perseguido por la cordera a la que le han crecido las uñas por las caricias, cuando su padre resuelve llamar a don Manuel Falla:

“Nadie mejor que el genial músico podía garantizar la tranquilidad de su hijo. La gloria de España era venerada en el pueblo, ya hacía quince años que vivía en Granada, retirado en su carmen de la calle Antequeruela. Su fama internacional lo ponía a cubierto de cualquier atropello. ¡Y era un ultracatólico para mayor ventaja! Pero Federico se niega. Durante muchos años, desde su juventud casi, había estado en excelentes relaciones con el maestro de Cádiz, incluso don Manuel le había puesto música a varios poemas suyos. Sucede que Federico, como una demostración de cariño para con el maestro, había tenido la mala ocurrencia de dedicarle su Oda al Santísimo Sacramento del Altar. Y a raíz de este poema había tenido una seria desavenencia decisiva de la que don Manuel de Falla consideraba una absoluta falta de respeto de ciertos versos para con la Iglesia”.6

Y se marcha —ya lo hemos visto— a casa de su amigo Luis Rosales en busca de la muerte.

No sabemos hasta qué punto le hubiese servido a Federico la influencia del maestro para salir ileso de aquel desconcierto. Parece más bien que no le hubiese servido de nada, porque Falla, enterado del encarcelamiento de su amigo, no duda un instante en ofrecerle auxilio y se marcha al Gobierno Civil de Granada buscando una respuesta. Tenía entonces el músico sesenta y dos años, achacoso y perplejo, lo acompañaban “dos camisas azules” que podrían haber servido de ayuda para entrevistarse con el comandante Valdés. La respuesta que obtuvo el genial intérprete fueron groserías, intimidaciones y amenazas. . . Son los malos pagos que puede dar una fiera acariciada.

La patria es ahora nadie. Apenas dos verdugos andan sueltos buscando la esquina donde el farol detuvo el beso que se dieron ayer. Ahora buscan la esquina para matarse. Las calles de la vieja Granada, enternecidas por la cal, pueden moldearse como la cera en pequeños recodos donde mantiene el jazmín su dentadura encendida. Ahora, cada rincón es una trampa. Ahora crecen los fusiles en el lugar de los perfumes.

Falla no puede continuar en medio de los horrores. Decide venirse a la Argentina para vivir la poca vida que le han dejado. Sus amigos de aquí conocen las preferencias del maestro por la vida de monje. Habrán visto alguna vez en Granada su “carmen” del Ave María, su blanco dormitorio, su piano. . . y comienzan a trasplantar los recuerdos de su casa granadina con la misma inocencia que surgen los árboles y el agua de los portales de Belén en los hogares navideños.

En Alta Gracia vive para morir despacio, con las manos permanentemente asomadas a la terraza de su piano. Oye Misa en los Carmelitas, hace amistad con los Padres y ellos reciben en su panteón los últimos sonidos de aquel gaditano que fue matando el olvido. En la Argentina, que tanto aplaudió a Federico, murió el maestro. También el poeta hubiera muerto aquí, de viejo, si un barco grande no se lo hubiera llevado.

NOTAS

  1. Marcelle Auclair. Vida y Muerte. . . Pág. 110.
  2. Manuel de Falla. Escritos. Ed. C. Gral. de Música. Madrid, 1947.
  3. Caminos abiertos por F. G. L. Pág. 43.
  4. O.C. I Pág. 765.
  5. O.C. I Pág. 767.
  6. Héctor Suanes. Llanto por F. G. L. Ed. Libertador. Buenos Aires. Pág. 46.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

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ABC, de Madrid.

La Nación, de Buenos Aires. Critica, de Buenos Aires.

La Prensa, de Buenos Aires. El Día, de Montevideo La Voz, de Madrid.

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