Una mujer desnuda (1)
En un impresionante capítulo lleno de belleza, de madurez y de respeto, Marcelle Auclair, que conoció personalmente a García Lorca y su drama, escribe haciendo referencia a un hecho que el mismo poeta había comunicado a dos amigos:
“A su regreso de América Latina contó al estudiante y a Rapún que en Buenos Aires una mujer muy bella se había introducido en su cuarto, desnudándose, y que él la había mandado a otros amores. El estudiante es uno de los que sostienen que el mismo Federico afirmaba que jamás había estado con una mujer”.1
Con las personas que me he entrevistado en Buenos Aires, conocedores o amigos de Lorca, no hemos hecho alusión al tema de la homosexualidad de Federico, “cuya verdad no está en juego, sino la idea que se hace de ella”.2
Según Marcelita —así llamaba el granadino a la francesa— una noche llegó Federico a casa del pintor Manuel Ángeles Ortiz con tal descompostura que tuvo que tumbarse para poder hablar: “Acabo de saber que Paquito Soriano dice que soy invertido”. Tenía entonces el poeta veintiún años.
El argumento parece ser tema de conversación en muchos de sus amigos y allegados porque, en tiempos de la Residencia, cercanos a esta explosión en casa de Manuel Ángeles Ortiz, el mismo Luis Buñuel lo refiere:
“Un tal Martín Domínguez me había confiado que Federico era homosexual. Y aquella misma noche, estando cenando juntos y sin poder terminar la sopa, le dije a Federico:
—Tengo que hablar contigo con urgencia.
Y salimos al patio donde le interpelé a bocajarro:
—¿Es verdad que eres maricón?
—Tú y yo hemos acabado… (contestó el poeta).
Pero enseguida nos hicimos amigos. Él no tenía ni forma ni estilo de homosexual.3
Respetuoso con todo el mundo; nadie, como él no lo manifestara, podía conocer sus inclinaciones sexuales, aunque en la Barraca pocos lo ignoraban. Sus más íntimos amigos, sabedores de la confidencia, guardaron el secreto a que Federico, muchas veces y apenas veladamente, hacía alusión en sus cartas; como en ésta, que dirige a Gallego Burín:
“. . . ese rocío de las tardes que parece que desciende para los muertos y para los amantes descarriados, que viene a ser lo mismo”.
Por otra parte, y con el disimulo de su poesía, Vicente Aleixandre lo refiere: “Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo4.
En su libro Lorca, poeta maldito, Francisco Umbral marca con exagerada exactitud que el autor de Bodas de Sangre canta a tres razas postergadas: los gitanos, los negros y los homosexuales.
Y Eulalia Dolores de la Higuera “defiende” al poeta relatando una anécdota de José Mora que cuenta cómo Federico, recién instalado en su pensión, le quitó la novia5. Nada tiene esto de particular en situaciones donde los homosexuales, con verdadero convencimiento, creen haber superado sus conflictos. El mismo García Lorca escribe a José Guillén: “Figúrate que quisiera casarme”. También Oscar Wilde estuvo casado y tuvo hijos. Y a Proust le estaban “arreglando” un casamiento, teniendo que advertir seriamente a su madre por estas irresponsables pretensiones.
Por último, en la primera visita a la Huerta de San Vicente que hicieron dos personajillos en busca de un jornalero que trabajaba en casa de los García Lorca, insultaron a Federico llamándolo maricón, y le dijeron de todo. . .7
La homosexualidad de Federico García Lorca estaba en el ambiente. Todos hablaban de ella y, como dice Marcelle Auclair, no es esta verdad la que se discute, sino la forma de entenderla.
Se sabe hoy por cartas aparecidas los diferentes tactos y contactos que tuvo con torerillos o con cualquier joven que se pusiera a tiro de su mirada. Les convocaba, más que por estar con ellos, para admirar sus cuerpos desnudos, la curvatura de sus espaldas, acaso su mirada. Luis Antonio de Villena acredita la admiración de Federico y su recreo por la hermosura de los efebos.
Consideración aparte debe hacerse con Emilio Aladrén, el escultor que fue novio de Maruja Mallo y que el poeta sedujo por un tiempo lo suficientemente largo como para enamorarse de él a fondo. La belleza de Emilio trastornó al poeta:
“Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido
yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero».
Con el profundo respeto que me produce todo ser humano, y aún más aquellos malheridos en su intimidad, trataré de iluminar algunos puntos, defendiendo la tragedia personal que vivió Federico García Lorca y la que viven, todavía, los homosexuales del mundo.
Antes que nada constatamos con dolor que la sociedad ha cortado con la misma tijera del desprecio y de la incomprensión a todo tipo de homosexuales. Para el mundo de las certidumbres lo mismo da un pederasta que un afeminado, un homófilo que un prostituto, un André Gide que un Federico García Lorca.
Hay que reconocer que nos encontramos frente a un fenómeno ante el que resulta difícil una postura objetiva y neutral. Parece que no cabe otra alternativa posible que la de su aceptación o su rechazo. Y cualquiera de estas dos actitudes que se tomen —a favor o en contra, de mayor tolerancia o de condena— tienen el peligro de una interpretación exagerada desde el ángulo opuesto.
La actitud más frecuente de cara a este comportamiento ha sido sin duda muy negativa. En el fondo de la conciencia popular se da un rechazo sin paliativos y en todos los órdenes, aunque afortunadamente remite paso a paso:
“El homosexual es un pervertido indeseable, sobre quien caen las más duras críticas y condenas, una especie de cáncer para la sociedad, que debería defenderse por todos los medios de semejantes peligros. Es algo vergonzoso y terriblemente humillante para nuestra cultura. Son objeto de chistes y burla en la conversación y ambiente ordinarios, pues hablar de ellos, al menos sin una sonrisa despectiva y lacerante, se toma como indicio de una posible complicidad”.8
Esta acusación social ha conseguido que el poeta tenga verdadero pánico —más al principio de su vida que al final— a que los demás descubran su secreto. El solo hecho de que sus padres lo conocieran, sobre todo en aquel granadinismo telúrico de principios de siglo, hacia que Federico, imaginándolo, cayera en alguna de sus crisis que encadenaban por semanas su natural alegría. Paquito Soriano era muy conocido en Granada y podría escapársele la confidencia ante hombres que tanto suponían en la consideración intelectual o afectiva del poeta, como Falla o Fernando de los Ríos.
Igual que Ignacio en su Llanto, por las gradas de la vida sube Federico con toda su muerte a cuestas.
Al leer las últimas líneas de los Cahiers d’André Walter, nos damos cuenta enseguida del tremendo dolor que, en un medio adverso, se produce en un hombre que se descubre homosexual:
“¡Oh, Dios mío!, que reviente esta moral estrecha y que yo viva plenamente. Y dadme la fuerza de hacerlo sin temor, y sin creer siempre que voy a pecar. . . Que cada cosa dé toda la vida posible en ella. Es un deber hacerse dichoso”.
La homosexualidad no es sólo ni principalmente un fenómeno sexual, sino la condición antropológica de un ser personal; el homosexual es ante todo un ser humano con una condición y un destino perfectamente humanizables y humanizantes9.