Las marionetas eran de buenos Aires (1)
García Lorca tenía una inmensa capacidad para poner alma en todo lo muerto: calles, ramas, ciudades, lluvias. . . hasta pone el poeta una agitación romántica. Procura que la tarde sea amiga conversadora del niño muerto2. Y hasta le quita un momento a San José su clásica vara de almendro florecido porque ha de buscar, con María, sus castañuelas perdidas:
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos.1
La Virgen y san José
perdieron sus castañuelas
y buscan a los gitanos
para ver si las encuentran.3
Y
El agua
toca su tambor
de plata4
Mientras
La fuente está contando
lo que el ruiseñor se calla.5
Paisaje eterno del mundo cuya voz escondida tuvo resonancia en el verso de García Lorca con tanta naturalidad que no nos parece alucinación, sino más bien descubrimiento reservado a algunos, como el secreto y la amistad de Dios se reserva a los sencillos.
Lorca, exhuberante de vida, puede y sabe comunicarla a todo cuanto le rodea. Pero de una manera especial esto se advierte con las marionetas.
Ya de pequeño entusiasmaba a Federico la idea de entretener a las sirvientas con los cristobitas6. En esos tiempos de Fuente-Vaqueros o Valderrubio, la plaza de la iglesia se llenaba de niñeras que, alrededor de la fuente, esperaban la tarde o el novio mientras los chicos de 3/4 años se admiraban viendo pasar de lejos las cigüeñas. Federico, algo mayor, que en sus primeros juguetes había recibido unos cristobitas comprados por su padre en los comercios de Bib-Rambla (don Federico era generoso, sobre todo, en las convalescencias de sus hijos), reunía a aquellos niños y los llevaba a su teatro donde los muñecos gemían por luchas arbitrarias, eran raptados por monstruos abominables o se orinaban ante el asombro infantil de aquellos ojos. A las niñeras, con blanco delantal de encaje, se les quedaba un largo rato la boca abierta.
Otras veces Federico se vestía de cura, encendía las velas, colocaba flores sobre una mesa pequeña y, desde aquel altar de infancia, hablaba de Dios con tanta fantasía, del infierno con tal seguridad, que a sus fieles de mentirijillas se les ponía la carne de gallina y hasta llegaban a sentir calor imaginando aquel fuego.
Mientras tanto, su hermano Francisco montaba la yegua Jardinera, su padre recorría los cortijos del Soto de Roma y su madre, de quien el poeta dijo haber heredado la inteligencia, burlaba el tedio provinciano en el bordado lento de un almohadón con flores, al que seguía otro y otro, hasta llenar con perfume de hilos la baja cintura de las mecedoras.
Como la infancia del poeta fue tan prolongada, en los cumpleaños de sus hermanos o en las fiestas de sus amigos, Federico articulaba sus muñecos a quienes presenta el disimulo de su voz y la audacia de sus atrevimientos. Las grandes tragedias de la vida, él las hacía diminutas, de cartón, para que los demás fueran aprendiendo que el llanto o la risa son también destinos pasajeros.
Poeta en Nueva York, al fin, no es más que una enorme marioneta quebrantada sobre el oscuro escenario de Harlem. Pocos se atreverán, desde la Quinta Avenida, a quemar los árboles del Parque o achicar las distancias del color. Como un gigantesco buitre agazapado, Harlem espera un grado más de sueño en la otra orilla.
Ay Harlem Ay Harlem Ay Harlem
No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje.7
En mayo de 1935 el poeta está en Madrid, hace apenas dos meses que llegó de Buenos Aires. La ciudad que ha vivido, la gente que lo llevó en volandas por los agasajos, nada tiene que ver con aquel Nueva York de los insomnios o este Madrid, un poco provinciano, donde el brillo de la Corte se ha reducido a platilla de envolver chocolate. La República insiste en los errores y se va quedando sola en un inmenso campo de batalla.
En Buenos Aires, conociendo sus gustos, han regalado a Lorca sus amigos unas lujosas marionetas que aún no ha estrenado. En el Hotel Florida de Madrid, un grupo de incondicionales celebra su regreso esperando escuchar de los muñecos argentinos la farsa de don Cristóbal. Pero pronto —escribe Marcelle Auclair8—, pálido, demudado, en medio de la alegría general, Federico arrastra a la directora del club teatral Anfistora, Pura Ucelay, al hueco de una ventana:
— “Ignacio acaba de anunciarme su propia muerte, vuelve a los toros”…
A los muñecos de Buenos Aires les tuvo que llegar el pálpito, la vibración de aquel radar instalado en el corazón de Federico. Estará también recordando a Buenos Aires cuando otro día Granada construya sus propios títeres de guerra para entretener a los envidiosos.
Ignacio Sánchez Mejías es un gran amigo de García Lorca, aunque el torero sea siete años mayor que el poeta.
Ignacio Sánchez Mejías nacido en Sevilla, donde “se siente el aliento del toro junto al tic-tac de la sangre en los labios”9, y ahora está viejo para el traje de luces. Dicen que vuelve por un revés de fortuna, otros señalan que lleva siempre prendido el enorme clavel de las plazas.
No es Ignacio un torero que viene de abajo, ni son imaginables sus conversaciones en el ambiente de las cuadrillas. Es hijo de un médico, estudió en la Universidad y ha escrito comedias10.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza11.
Como Seneca12, hijo de aquella Roma andaluza que es Córdoba para Federico, comenzó a hacer régimen para que la muerte le sorprendiera delgado.
El oro viejísimo de la arena conoce bien sus pies de mariposa. Nada de miedo en la plaza; ni en las otras, puñado de presentimientos, del corazón de sus amigos.
Ignacio está seguro de su dominio sobre el toro, no tendrá más que mirar la forma con que el animal sale de lo oscuro para saber si es manso o bravo, si va a ser noble su pelea o esconde traiciones su embestida.
Al torero que vuelve a la plaza se le cambia la manera de andar y la mirada. Las maneras de Ignacio, siempre altivas, insisten ahora en la arrogancia.
Los que no somos toreros nunca podremos explicar bien ese imán de vendavales negros que fija para siempre a la fiera en el brillo redondo de las lentejuelas. Al hervidero que sienten los toreros retirados llaman “gusanillo” los castizos. Y este “gusanillo”, más bien serpiente levantada, es el que destroza la decisión que había tomado Ignacio de no volver al ruedo.
“Estoy cansado, ya no haré más el ridículo con unas medias de color de rosa”, había dicho unos días antes de su retirada. Ahora vuelve de nuevo a sus medias ajustadas, al beso de las Vírgenes que duermen en su pecho, al frío de los hoteles, al nervio mal llevado de las cinco en punto de la tarde.
Tras la vuelta, la más destacada de sus faenas brillará en el recuerdo de la plaza de Toros de Santander el 5 de agosto de 1934:
En el paseíllo de los tres espadas resalta, como una espiga encendida, la figura de Ignacio que viste de azul y oro. Mantones de Manila en los tendidos, claveles en lo más oscuro del pelo y muchas manos que entran a los bolsillos para salir de ellos con un cigarro que se irá quemando con la tarde.
Cuando suena el clarín dura un instante el silencio para comprobar si son las cinco en todos los relojes. ¡Las cinco! No se oyen las campanas porque la música ahoga el grito de la Palmas. Palmas y se corta de pronto la respiración porque ya asoma el primer toro que habrá de vérselas con la altivez del “minotauro sevillano”.