Hoy: 23 de noviembre de 2024
La familia Lorca está ya en Granada viviendo en la Acera del Darro número 66 porque los niños, no son tan niños, y han de estudiar su bachillerato. Como el padre de Federico parece que no es muy amigo de los curas, lleva a sus hijos a un Colegio cercano a la Universidad, en la calle de San Jerónimo, donde, aunque se llama Sagrado Corazón, imparten enseñanza laica. Allí Federico, lleno de sabañones en invierno, cursará todos los años reglamentarios antes de entrar en la Universidad.
En el Sagrado Corazón, con 14 años, sufrirá el tifus porque el agua, “el agua oculta que llora de Granada” se había llenado de microbios que casi lo arrastran a la muerte. Por haberlos vencido, su padre le obsequia un inútil reloj de oro que el poeta no usó jamás porque no necesitaba saber la hora: bastaba con tomarle el pulso a la luz para saber si era de día. Lo único importante.
Por fin ingresa en la Universidad y comienzan sus dolores de cabeza y los de su familia. García Lorca no tenía verdaderamente vocación de universitario. Se sabía poeta, cosa que no puede aprenderse sino en el asombro que ofrece una hoja recién caída o el ancla inesperada sobre el río. Federico había nacido para la libertad, cuya traducción andaluza significa “hacer lo que a uno le dé la gana”. El padre del poeta conoce bien la masa de sus hijos y llama a Francisco para desahogarse:
“Mira, Paco, tu hermano se empeña en ir a Madrid sin otro propósito que el de estar allí. Lo dejo porque estoy convencido de que él no va a hacer lo que yo quiera. El hará lo que le dé la gana (aquí una frase más enérgica), que es lo que ha hecho desde que nació. Se ha empeñado en ser escritor. Yo no sé si sirve o no sirve para escribir, pero como es lo único que va a hacer, yo no tengo más remedio que ayudarlo. Con que ya lo sabes”.6
No obstante, aún no ha llegado su hora de Madrid. En la Universidad entabla amistad con don Martín Domínguez Berrueta, un gran profesor de Historia del Arte, que llevaría a sus alumnos en provechosas excursiones por Andalucía. Una de ellas termina en Baeza, donde está de profesor (“Humilde profesor de un Instituto Rural”) don Antonio Machado, que conoce por primera vez al poeta. Luego iría otra vez García Lorca a Baeza con su querido profesor, don Femando de los Ríos, y en esta ocasión, el viudo poeta sevillano, da vacación a sus alumnos porque quiere subirse al coche negro de los excursionistas.
De estos viajes por la geografía española recopila Federico su primer libro, Impresiones y Paisajes, que publica en 1918: un apretado cuaderno que paga íntegramente su padre y que descubre ya unos ojos sorprendidos en busca de la palabra.
Con una recomendación de don Fernando de los Ríos para Juan Ramón Jiménez, Federico se marcha a Madrid con la seguridad de entrar en la Residencia de Estudiantes cuyo prestigio es conocido, sobre todo, por el aroma de la Institución Libre de Enseñanza que fundara en 1876 don Francisco Giner de los Ríos.
En la calle del Pinar, en el Madrid de los privilegios, La Colina de los Chopos —que así la llamaba Juan Ramón— es considerada como el Oxford de España.
Recibe amablemente a Federico su director, Alberto Jiménez Prau, y le presenta a su primer compañero de habitación, Pepín Bello.
Habitación que daba a las adelfas del patio y que pronto sería la de todos, porque Federico detectaba enseguida la piel de Andalucía hecha copla, hecha luz en los versos que tímidamente le van recitando Alberti, Manolito Altolaguirre, Luis Cernuda, Emilio Prados . . .
La Residencia es el aljibe donde guardan sus aguas los integrantes de aquel nuevo siglo de oro, que bautizara Azorín. Son los primeros resplandores de este tiempo, señalando que en España, por los caminos poéticos, está empezando a amanecer.
Unamuno, Juan Ramón, D’Ors, Machado . . . van a “La Resi” solo de observadores, con su pan en las alforjas que se llevan luego llenas de alegría, de queso fresco, de almendras, de frutas espontáneamente nacidas. Generación disparatada y, sin embargo, ordenada en su libertad, donde Federico es un rey con las manos manchadas de la mejor música que su tía Isabel le había enseñado. Alberti, en su Arboleda perdida nos lo recuerda:
“Aquellas tardes y noches de primavera o comienzos de estío pasadas alrededor del Playel, oyéndole subir de su río profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste, ágil y alegre de España”.
Federico canta, toca y lee sus trabajos. Dalí, en su excluyente divinidad, diría una vez después de haberle escuchado un poema: “parece que tiene argumento, pero no lo tiene”.
NOTAS
6.- Francisco García Lorca, Federico y su mundo, Madrid, Alianza, Pág. 95