Las ferias se cuentan según como se viven. Si ves enfrente a una mujer con castañuelas en la mano, a uno le puede parecer cuánto compás hay tras la madera del árbol o que todo un bosque está gimiendo a través de la sangre de sus dedos. Si te ponen delante una botella de vino, puedes pensar que la uva se ha vestido de amarillo para alegrarte: nadie conoce el llanto de la uva pisada. Si escuchas un tiro, de pronto, en la caseta de al lado, el miedo se asoma detrás de las cortinas esquivando la bala…
Después, si el muerto es de los míos, de mi sangre, al que disparó le llamamos asesino; si el difunto no pertenece a nuestros bandos familiares, sabremos disculpar a quien presionó el gatillo.
La solución está en cruzar de acera antes de emitir un juicio desde la propia. Porque en todas las ferias hay armas detrás de las botellas y criterios egoístas cuando los vasos bebidos fueron muchos. Aunque la peor borrachera es la mentira: más grave aún, pretender engañarse a sí mismo.