FEDERICO VIOLA
La euforia política, exaltada como expresión del compromiso colectivo, esconde una trampa: sustituye el pensamiento por el grito, la deliberación por la identificación y la política por el espectáculo. En tiempos donde todo es vibración y nada se sostiene, este artículo propone una crítica a la emocionalidad desbordada como forma de antipolítica. Hay algo embriagador en la euforia colectiva. Una especie de suspensión del juicio, de tiempo detenido, de certeza compartida.
Se grita, se canta, se celebra o se marcha con el cuerpo tomado por un impulso que parece trascender lo individual. La euforia política se siente como verdad evidente, como comunión espontánea, como afirmación sin fisuras. Pero precisamente allí reside su peligro: cuando la política se reduce a vibración afectiva, a exaltación emocional, a goce compartido, comienza a perder su espesor. Donde todo es vibración, ya nada se piensa. Vivimos tiempos en que la política ha sido colonizada por el afecto.
Los discursos se diseñan para generar impacto inmediato, no para construir sentido. Las campañas apelan a la indignación o la épica, no a la razón pública. Las identidades políticas se viven como pasiones que deben expresarse, no como posiciones que deben justificarse. En ese marco, la euforia se ha vuelto no solo una modalidad emocional dominante, sino un modo de funcionamiento estructural de lo político. Una política sin pensamiento, pero con cuerpo. Sin diferencia, pero con intensidad.
La euforia no es simplemente alegría colectiva. Es un estado de exaltación que no admite matices, ni dudas, ni demora. Es una ola que arrolla la diferencia, una energía que exige entrega sin reservas. Quien no vibra es sospechoso; quien duda, traidor. La euforia requiere unanimidad afectiva y presencia constante: se alimenta de la repetición de consignas, de la multiplicación de imágenes, de la viralización de símbolos.
Esta lógica es perfectamente funcional a las dinámicas del espectáculo contemporáneo. Las redes sociales y los medios masivos no favorecen el pensamiento pausado ni el disenso razonado, sino el clímax inmediato. El like, el retuit, el aplauso, el canto: todo configura un ecosistema afectivo donde lo político se vuelve evento, no proceso; instante, no construcción. Y en ese terreno, la euforia reina.
La filósofa Hannah Arendt advertía que la política auténtica requiere un mundo común, es decir, un espacio compartido donde las diferencias puedan aparecer y deliberarse públicamente. Ese mundo no se da, se construye. Implica tiempo, lenguaje, instituciones, acuerdos precarios pero sostenidos. En cambio, la euforia colectiva suspende el mundo: no hay alteridad, solo comunidad emocional; no hay discurso, solo arenga; no hay pluralidad, solo identidad.
Cuando el pueblo vibra, todos parecen ser uno. Esa ilusión de unidad puede ser profundamente seductora, pero también es profundamente antipolítica. Porque allí donde reina la unanimidad afectiva, se borra la condición misma de lo político: el conflicto. La política no es la eliminación del conflicto, sino su tramitación simbólica. La euforia lo disuelve momentáneamente, pero al hacerlo, socava las condiciones de posibilidad de la política como tal.
El entusiasmo, en su sentido filosófico, es una apertura al sentido: un impulso que puede iniciar algo nuevo. Pero cuando no encuentra forma, ley, mediación, se transforma en delirio. La euforia es el nombre colectivo de ese delirio: no piensa, no escucha, no espera. Solo exige presencia, adhesión, devoción.
El psicoanálisis, especialmente en la obra de Jacques Lacan, permite leer esta dinámica como una forma de goce. El sujeto eufórico no desea: goza del instante, del líder, de la comunidad imaginaria. El deseo implica falta, distancia, tiempo. El goce, en cambio, exige completud inmediata. En la política eufórica no hay sujetos deseantes, sino masas gozantes.
Por eso, los liderazgos eufóricos tienden al mesianismo: prometen plenitud, justicia inmediata, redención histórica. Pero como nada puede colmar esa demanda totalizante, el desencanto es inevitable. Y tras la euforia, sobreviene la ruina: cinismo, desencanto, despolitización. Una democracia no sobrevive de clímax en clímax.
Paradójicamente, la era de la política afectiva ha producido una forma muy refinada de antipolítica. Porque lo que se presenta como compromiso emocional, como fervor, como militancia vibrante, muchas veces encubre la imposibilidad de sostener un proyecto en el tiempo. Se vibra con lo nuevo, con lo disruptivo, con lo espectacular, pero se huye de la complejidad, de la negociación, de la paciencia democrática. El resultado es un paisaje político lleno de restos: movimientos que no lograron institucionalizarse, liderazgos evaporados, consignas vacías.
La euforia no construye sujetos políticos, sino consumidores de afecto. Y como todo consumo, requiere novedad constante. Por eso, necesita cada vez más estímulo, más impacto, más espectáculo. La política se vuelve un mercado de intensidades, y el ciudadano, un usuario emocional. No se trata de renegar de las emociones ni de idealizar una razón sin cuerpo. Se trata de recordar que sin formas compartidas, sin instituciones, sin palabras que puedan sostener el conflicto, no hay política: hay apenas movimiento afectivo. Y que la euforia, por más luminosa que parezca, es un fuego que no calienta: solo quema.
Pensar políticamente en tiempos eufóricos implica defender el tiempo, la palabra, la pluralidad, el disenso. Implica sostener el deseo, incluso cuando no es correspondido por el presente. Implica crear un mundo donde podamos habitar juntos, más allá del arrebato emocional que nos une por un instante, solo para separarnos de nuevo en la confusión. Porque cuando el pueblo vibra y no piensa, la política no se eleva: se derrumba.
*Por su interés, reproducimos este artículo escrito por Federico Viola, publicada en El Litoral.
Cuando el pueblo vibra y no piensa: euforia, afecto y antipolítica