El verdadero poder en España

6 de marzo de 2025
8 minutos de lectura
La bandera española. | EP

Hoy, existe una grave inquietud en la calle, inquietud que nuestros gobernantes intentan acallar

En la actualidad, asistimos a un curioso desarrollo de la política en
España, algo sobre lo que reflexionamos constantemente, pero que no deja de brindarnos nuevas fuentes de inspiración. Al igual que a nuestros próceres, esto nos distrae de lo verdaderamente importante: vivir.

Para ello, necesitamos reír, disfrutar de una buena compañía, deleitarnos con una conversación inteligente, saborear una lectura enriquecedora, preocuparnos por hacer feliz al prójimo y disfrutar de aquellas pequeñas cosas que, sin sobresalir, capturan nuestra atención y despiertan nuestra curiosidad. Todo esto lo perdemos a causa de los problemas que nos crean quienes deberían solucionarlos para permitirnos vivir plenamente.

Hoy, existe una grave inquietud en la calle, inquietud que nuestros
gobernantes intentan acallar, ofreciéndonos espectáculos dignos de los
escenarios más propensos a la histrionización del esperpento. Tras alcanzar niveles de poder adquisitivo ciudadano que comienzan a asemejarse a la pobreza, surge un nuevo y acuciante problema: la vivienda.

Sobre este gravísimo problema, los políticos se limitan a escuchar y a insistir en el mismo diagnóstico: «existe un problema de vivienda en España». Hasta aquí, bien. Pero ¿alguien intenta buscar soluciones? La respuesta es «no». Quienes ostentan el poder ejecutivo y legislativo se limitan a definir el problema y a repetir las dificultades que enfrentamos los ciudadanos en nuestro día a día.

Comentan y, sin solución de continuidad, pasan a lo que verdaderamente les preocupa hoy: demostrar quién tiene más poder. Para ello, encuentran excusas para un enfrentamiento permanente que tratan de trasladar a la calle, desviando así la atención de su incompetencia y falta de interés en el bienestar ciudadano. Solo interesa aferrarse al poder, sin importar los medios, y con total abandono de las preocupaciones y necesidades de los ciudadanos, quienes aparecen adormilados y absortos en la idea de sobrevivir día a día, durmiendo cerca del mayor y más útil incentivo para el abandono de la dignidad, antes la televisión, ahora las redes sociales.

Este ambiente, adornado por ideas absurdas y propuestas dispares para
una mejor existencia de quienes, desde estómagos repletos y cubiertos por prendas abrigadas bajo techos adornados con arañas lujosas y paredes
cargadas de extraños dibujos enmarcados, tratan de erigirse como adalides de una libertad inexistente para el resto de la ciudadanía, una igualdad a la que un trabajador medio nunca podrá acceder, porque antes tiene que dar de comer a los suyos, buscarles abrigo, encontrarles cobijo y cubrir sus paredes, todo con un salario ridículo que apenas cubre las necesidades más básicas y que desconoce los juegos gramaticales que, al parecer, son la solución a todos los males de nuestra sociedad y que van a igualarnos y llevarnos al nirvana por el mero hecho de utilizar bien ciertos sufijos que pretenden configurar la igualdad sin más.

Sin formación, sin fomento del acceso a la cultura, sin ayuda para
mejorar la vida de cada ciudadano, sin regresar a la senda del estado de
bienestar que aquella hoy denostada socialdemocracia, a la que pertenezco orgullosamente, pretendía alcanzar a mediados del siglo pasado.

Tras esta introducción, y probablemente buscando una explicación a la
falta de acción y a la inutilidad de los poderes que legitimamos con nuestro voto, indagamos sobre las causas de esta situación, de este intento de distracción de los ciudadanos sobre los problemas reales.

Tras escuchar, absolutamente escandalizado, los multimillonarios beneficios de la banca en España, anunciados a bombo y platillo en los medios de comunicación, a nadie se le mueve un pelo. Ni siquiera a esos políticos del «el, la, le» se les ocurre exigir a la banca que ponga en el mercado su gigantesca bolsa inmobiliaria o que grave los impuestos pertinentes, que podrían revertir en favor de una vivienda pública de fácil acceso o, simplemente, promulgar una ley que obligue a poner en el mercado esas viviendas, en su inmensa mayoría vacías, cuya puesta en venta supondría un aumento considerable de la oferta y la consiguiente bajada de precios, facilitando así el acceso a la vivienda.

Igualmente, debería obligarse a las entidades financieras a mejorar su
trato hacia el ciudadano en cuanto a la financiación y su desarrollo, para
aquellos raros casos en que se consigue, puesto que acceder a esa financiación es una quimera en el 99% de los casos, a menos que se cuente
con un capital superior a la petición o con un salario inexistente hoy en día.

Pero, ¿cómo va la comunidad política a enfrentarse a la banca? Existen
muchas razones para que esto no ocurra, y una de las principales es el nivel de endeudamiento de los partidos políticos que, estos sí, viven por encima de sus posibilidades. Y todos sabemos que quien está endeudado con alguien difícilmente se atreverá a enfrentarse a su acreedor, a menos que salde su deuda.

Pero esta no es la única razón, aunque sí muy importante. Otra es la actitud de prepotencia y abuso de poder del monstruo financiero que se ha alimentado y ha crecido hasta el nivel actual, sustentado directa o
indirectamente en la titularidad de las grandes empresas y el dominio absoluto del IBEX 35. Esto supone que siempre pueden utilizar la herramienta que permite la vida de los ciudadanos: su capacidad de proporcionar o quitar trabajo, que, insisto, está en sus manos directa o indirectamente. Con un mero movimiento en la Bolsa, pueden arruinar a miles de familias que, a la postre y en esta infinita plaza de toros sin barreras, acaban volviendo a ponerse en manos de su verdugo para mantener el espejismo de su vida.

Todo esto ocurre a pesar de que el poder ejecutivo y legislativo, con el
apoyo del judicial, contribuyen en gran medida a este enriquecimiento
escandaloso y reprochable de las entidades financieras, quienes se han
convertido, sin legitimación alguna, en los verdaderos depositarios del poder que creíamos haber puesto en manos de nuestras Cortes a través de nuestro voto, tal como se nos dice en la Constitución.

Efectivamente, quienes ya tenemos recorrido más de la mitad del
camino conocimos en nuestra niñez, adolescencia y juventud a personas que acudían a nuestros domicilios con una cartera y unos papeles llamados «recibos», y que recaudaban para las compañías de suministros básicos, las aseguradoras e incluso para las opciones de ocio que elegíamos libremente para nuestro enriquecimiento cultural o para nuestro ocio dentro y fuera del hogar.

Pero un día, el legislativo decidió que estas personas ya no eran
necesarias y eliminaron muchos puestos de trabajo, obligándonos a realizar nuestros pagos exclusivamente a través de las entidades financieras, en un claro ejercicio discriminatorio y atentando contra nuestra libertad.

Aún hay más. Mensualmente, en los años a los que me refiero y
anteriores, hace no más de 30 años, los mismos agentes elegidos
democráticamente, guardianes de nuestro bienestar social y administradores de nuestra cuota de participación en los gastos del Estado, decidieron que el salario que percibíamos en mano o por cualquier medio elegido libremente ya no podía percibirse así, sino obligatoriamente a través de las entidades financieras, con la única libertad de elegir el nombre de la que designáramos, elección cada vez más reducida. Evidentemente, esto supuso otra vuelta de tuerca a nuestra maltrecha libertad.

No contentos con estas prebendas, que solucionaban con holgura el
negocio de estas sociedades financieras, el legislativo y el ejecutivo deciden que nuestras tasas e impuestos, que podíamos pagar libremente en las ventanillas de los centros destinados al efecto, ya no podían realizarse así.

El legislador decide que este importantísimo flujo de dinero, correspondiente a nuestra contribución al mantenimiento del Estado, sea recaudado directa y obligatoriamente por las mismas entidades financieras, entidades de derecho privado sin legitimidad democrática alguna, pero con la exclusiva finalidad de obtener beneficios que, como hasta ahora comprobamos, se obtienen a través de las aportaciones obligadas de todos los ciudadanos para con el Estado y destinadas a la atención de las necesidades de todos y a contribuir a la mejora de las condiciones de todos los ciudadanos y de cualquier entidad de derecho privado, no solo de las entidades financieras.

¿No sería más acorde con un Estado de Derecho que, al menos la recaudación de impuestos y tasas, se realizara exclusivamente a través del Banco de España? Este es una entidad de derecho público y, por tanto, exenta de la obligación de obtener beneficios, mera administradora y emisora del dinero de los ciudadanos y, al parecer, supervisora de la labor de las entidades financieras privadas, y digo al parecer porque, a la vista de los resultados, no parece que su labor sea merecedora de aplausos.

Rizando el rizo, las entidades financieras de ámbito privado también
gozan de la prerrogativa de recaudar las cantidades que, por una u otra razón y con uno u otro fin, maneja la justicia, el poder que nos faltaba. Eso sí, en esta ocasión, el recaudador es único y se decide mediante concurso entre las entidades financieras, quienes así se van turnando periódicamente.

Aun en esas condiciones, es evidente que, al ser menor el número de entidades, es mayor la probabilidad de obtener este importante beneficio. Nuevamente, nuestro esfuerzo, nuestra desgracia, nuestra suerte y nuestra herencia, nuestra deuda y nuestra sanción pasan por el filtro de la entidad financiera correspondiente, que, lógicamente, obtiene un beneficio por este servicio.

En definitiva, debemos escandalizarnos y exigir a los representantes de
los intereses del Estado que, si han de contribuir al enriquecimiento, no lo
hagan de forma individual, sino que ese enriquecimiento nos llegue a todos en forma de mejora de nuestros servicios públicos y sirva para atender las necesidades de todos los ciudadanos.

Y si alguien es privilegiado, que contribuya en mayor medida y en proporción al beneficio obtenido al sostenimiento del Estado, a través de la única vía legal: el pago de impuestos.

Mucho me queda en el tintero, tanto en cantidad como en calidad, en
relación con este asunto. Sin duda, si alguien cercano o miembro de ese
conglomerado financiero, señor del poder real sin legitimación alguna, lee esto, señalará el fondo de estos pensamientos como una cuestión demagógica, merecedora de todo tipo de reproches y propia de algún extremista radical y carente de base, y por ello merecedora del desprecio de la sociedad de bien.

En fin, tratará de desprestigiar el escrito y a su autor. Pero todo lo comentado es la realidad que todos los ciudadanos vivimos cada día, tratada con la mayor delicadeza y seguramente alejada de la necesaria profundidad, como consecuencia del ocultismo de estas entidades financieras que hoy dominan el mundo en el amplio sentido de la palabra, y lo dominan con nuestra complicidad, por nuestra culpa in faciendo.

Tal como hemos podido comprobar en España, obtienen unos beneficios escandalosos a partir de nuestro esfuerzo, en detrimento de nuestro bienestar, ahondando en la desigualdad y socavando nuestras libertades, con la complicidad de quienes deberían velar por ellas en nuestro nombre y a través de la legitimación que les damos con nuestro voto. Ahí reside nuestra culpa in faciendo.

Pero esto no parece tener marcha atrás, porque estos elementos han
conseguido sojuzgarnos y convertirnos en objetos que difícilmente sean
capaces de ejercer su legítimo derecho y alzar la voz contra tan lamentable atentado a la libertad que tanto dicen defender los cómplices de la vergonzante utilización de los fondos públicos desde la legalidad establecida.

En otro momento hablaré de la utilización de nuestro dinero por parte de estas entidades financieras y del peaje que abonamos para que tengan a bien negociar y obtener beneficios con nuestro dinero.

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