Los que solemos ir a misa los domingos, procuramos estar atentos a las lecturas y a la homilía del cura que, casi siempre, es aleccionadora y pedagógica. En este tiempo de adviento, levantó la voz como nunca el sacerdote para recalcar lo que habíamos oído del profeta Isaías como advertencia: “Nuestra justicia era un vestido manchado; todos nos marchitábamos como hojas… Nadie invocaba tu nombre”.
Pareciera que el profeta hubiese estado al acecho del instante en que algunas togas nuestras, manchadas ya “con el polvo del camino”, fueran susceptibles de que se agrandara en ellas la indignidad. Nos duele la impotencia de asistir, como si fuera un mal menor, que nuestras leyes se promulguen a medida del señorito que busca perpetuarse. Si lo dejamos pasar, “nos marchitaremos como las hojas” y será eterno el otoño de nuestra tristeza. Y esto sucede, en gran medida, porque “nadie invoca Tu nombre”…
Huérfanos de toda referencia valiosa, sólo nos queda el milagro de un celestial quitamanchas.