Existía un país donde vivían unos corderos de una raza muy especial y diferente, de una calidad espectacular, con una lana brillante y esponjosa en un entorno paisajístico tan bello que era un auténtico gozo pasear por El Gran Valle y por sus ciudades, visitar sus playas y alimentarse con sus exquisitos manjares.
Acudían de muchos lugares para admirar el maravilloso entorno, sus habitantes eran agradables y no hacían distingos de ningún tipo con sus visitantes, más bien al contrario, su mejor tarjeta era enseñar su forma de vida, sintiéndose orgullosos como ciudadanos de un país de buena gente y felices con lo que podían ofrecer para darse a conocer.
En el Gran Valle la vida de los corderos era de sosiego y felicidad, sus balidos eran casi cantarines, correteaban y permanecían al sol, se solían reunir en grupos, dejaban que se uniese cualquiera que lo desease y así pasaban los días, los años, con la estupenda vida que
habían logrado construir entre todos.
No existían las peleas entre ellos, y todo era sosiego. Conocían donde debían comer y sabían muy bien dónde y cómo tenían que comportarse.
Un día llegaron hasta el Gran Valle unos corderos que parecían muy asustados.
—¿Qué os pasa? —dijeron los animales que poblaban el Gran Valle—.
—Venimos para que nos acojáis —comentaron los recién llegados—. En nuestras tierras han entrado los lobos y han matado a muchos, lo que os pedimos es un lugar más seguro, para comenzar una nueva vida para nosotros y nuestras familias.
Todos observaban con expectación, pues verdaderamente su aspecto demostraba el terrible calvario que habían vivido.
—Vale, somos hermanos quedaros con nosotros, pero a cambio nos tenéis que ayudar. Os formaremos en los trabajos que realizamos todos aquí, tendréis que integraros y sobre todo nuestros balidos son sosegados y tranquilos. Tienen un sonido especial, nada estridente, tendréis que intentar imitarlo. Si cumplís nuestras costumbres, que son nuestras normas de vida, podréis quedaros para siempre, de lo contrario seréis expulsados.
—Lo más importante —insistieron— nunca, jamás atentaréis contra la vida, ni la tierra de un hermano, porque caeréis por el precipicio. En el Valle jamás hemos tenido que implantar leyes, todos sabemos cuáles son nuestras obligaciones, el precipicio sería la última opción pero tened en cuenta que no admitimos “medias tintas”. No las contemplamos. Tendréis seis meses de preparación, después seréis ciudadanos del Valle.
Todo quedó hecho así, pasaron los días y los meses, todo funcionaba muy bien y sin problemas, y el Valle brillaba como siempre y los nuevos dejaron de serlo y se convirtieron en hermanos.
Y como se decía antiguamente. Colorín colorado este “cuento” se ha terminado. Nos gusta nuestra forma de vida y por nada dejaremos que se rompa.