Para que determinado reloj de muñeca cueste un millón trescientos mil euros ha de tener cualidades que se nos escapan al resto de los profanos: quizá un sonido de campanitas que embelese o unas manos que salen de la esfera y acaricien cuando más entristecido uno pueda encontrarse o alguien que corte jamón de pata negra a cada rato. Puede que ofrezca libaciones a gogó o un minifalcón detrás de las agujas para emprender distinto vuelo en caso de apuros.
Los diarios se han hecho eco de un conocido entrenador que lo lucía ante el Real Madrid y que, a pesar de todo, no ha conseguido superar el empate. Por más dinero que tuviese, jamás yo me compraría un reloj así por pensar sólo en el disgusto que me llevaría si lo perdiese o me lo robaran. Porque hay gente que sabe distinguir la diferencia entre un reloj de estos y los que venden en los mercadillos, enrojecidos de oro falso.
Si al menos, por este precio, garantizasen muchas horas felices… pero me temo que a la hora de la verdad estos relojes no alargan la vida, ni la mejoran. Antes de comprarme uno, yo miraría entre los parientes a ver si alguno pasa necesidad y está en mis horas mejorar las suyas.