El niño no quería ser sastre, pero algún oficio había de acometer, que más tarde, cuando llegara la muchacha de su vida, con alguna propuesta de seriedad laboral tendría que presentarse:
–Sólo tienes que fijarte en la anchura de las espaldas para que la levita tenga buena caída. Ya aprenderás después a deshacer los hilvanes, a poner labios gruesos en los ojales.
…Y el niño Juan tocaba las telas y se quedaba mirando la estatura de las personas sin decir nada, sin calcular cuánto de importantes eran para buscar la calidad de los trajes.
Ese día, a la calle del sastre que hasta entonces se había llamado Del Arroyo, porque al arroyo iba, le habían puesto otro nombre: Reina Juana. Juan se llamaba él y algo había oído de los Reyes Católicos y sus hijos. Se preguntó entonces si a las personas rotuladas en las calles de Medina, les habría cortado su maestro algún traje… porque, al estar los nombres tan altos, cómo podría él tomarle las medidas.
Por miedo a equivocarse, el niño Juan dejó las tijeras. Y se fue a los silencios con una pluma de escribir que había encontrado en la calle; desde entonces, nadie pudo sujetar el tiemblo de las palabras.