Hace muchísimos años que se me apagaron para siempre las dudas: Creer en Dios, razonablemente, es lo mejor que ha podido pasarme para que su luz no permita el extravío de los confusos caminos. Pero tuve mucho cuidado de no caer en la tentación de lo que veo alrededor: crearse un Dios particular y buscar la fórmula para adorar, como si fuera el verdadero, al Dios creado.
Tal sucede en las guerras justificadas por teocracias desde un Dios que, precisamente por serlo, se declara inocente de cualquier ignominia contra el hombre. Matar, expulsar, denigrar… en nombre del Dios que a cada uno se le ocurra para justificarse, es la más perversa interpretación de la divinidad.
También los cristianos dejamos en la Historia ese mal ejemplo. No sé qué evangelio leyeron aquellos antepasados ni en qué escuela aprendieron a interpretar lo que Jesucristo nunca dijo. Cualquier exégesis cristiana que no pase por la misericordia, el perdón, la caridad solidaria o la exposición del amor como referente, lejos de imponerlo, es la mayor demostración del ateísmo.
Dios es ajeno a las guerras. A todas. Y mucho más a las que se provocan en su nombre.