La expresión estado de buena esperanza es, en nuestro lenguaje contemporáneo, un delicado eufemismo para referirse a la gestación, a la maravillosa espera de una nueva vida. No obstante, al aplicar esta locución a la Santísima Virgen María, su significado adquiere una resonancia y una profundidad teológica infinitamente mayores. No es solo un estado físico de preñez; es el estado de la Humanidad en espera de su redentor. Es la esperanza personificada en el vientre de la mujer más pura.
El Evangelio de Lucas nos relata la escena que define este estado: la Anunciación. El Arcángel Gabriel, cuyo nombre significa Fuerza de Dios, irrumpe en la tranquilidad de Nazaret para entregar el mensaje más trascendental de la historia: la encarnación del Verbo.
María, una joven sencilla y humilde, se encontró ante el mayor misterio. La salutación del ángel –»Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo»– no fue un simple saludo, sino la confirmación de su elección divina. Ella era, desde antes de la creación, el tabernáculo elegido para albergar a Dios hecho Hombre. Su «buena esperanza» no dependía de la ley natural, sino de la soberanía divina.
El mensaje de Gabriel despejó toda duda y confusión: «Concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo» (Lucas 1:31-32). La promesa es clara y definitiva, elevando la maternidad de María a una dimensión cósmica.
El estado de buena esperanza de María es fundamentalmente un acto de fe. Su respuesta se convierte en el estandarte de la fe cristiana: «Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum» («He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», Lucas 1:38). Esta última palabra, Fiat (Hágase), es el punto de inflexión.
El Fiat de María es la contraparte del «no» de Eva. Mientras que la desobediencia de Eva introdujo el pecado y el exilio, la obediencia de María abrió las puertas a la Redención. El fiat voluntas tua (hágase tu voluntad) que Jesús enseñaría a sus discípulos en el Padrenuestro es vivido primero por María. Ella acepta plenamente la voluntad de Dios, sin reservas ni condiciones.
Este acto de entrega total transforma el estado de buena esperanza de la Virgen en un santuario vivo. Por nueve meses, el verbo eterno habitó en el tiempo, el creador fue sostenido por su criatura, y el eterno se hizo dependiente. María, al decir su «sí», pasó de ser la Virgen de Nazaret a convertirse en el Arca de la Nueva Alianza, llevando consigo la plenitud de la promesa.
Esta misma obediencia y fe inquebrantable se manifestarían de nuevo, tras el parto, en la defensa de su “buena esperanza”: la protección del Niño Jesús. El Evangelio de Mateo nos relata la Huida a Egipto, motivada por la orden cruel de Herodes de masacrar a los niños varones. Este escape es un acto de protección divina ejecutado por San José, guiado por un ángel.
En este contexto de peligro, la tradición de los evangelios apócrifos nos regala una hermosa anécdota que subraya la pureza y sinceridad de María. Se cuenta que, al salir del pueblo, un centurión romano, cumpliendo las órdenes de Herodes de buscar al futuro rey, detuvo a María y le preguntó qué llevaba oculto en su cesto o arca de viaje. María, incapaz de mentir, respondió con sencillez y verdad: “El niño”.
El centurión, esperando la negación o el engaño de una madre que oculta a su hijo, y asumiendo que nadie confesaría la verdad tan abiertamente en tal circunstancia, le respondió: “Pasa, mujer, porque si llevaras el niño no me lo hubieras dicho”.
Este pasaje, aunque no canónico, ilustra una profunda lección sobre la integridad de la fe. La verdad de María, su absoluta sinceridad, es lo que la salva. Su «estado de buena esperanza» no es solo un estado físico, sino un estado del alma: pura y sin dobleces. Su verdad desarma la violencia y la sospecha, demostrando que la protección de Dios se manifiesta incluso a través de la incredulidad del enemigo.
El misterio se revela en la humildad de un Jesucristo bebé, un Dios que elige la fragilidad para conquistar la fortaleza del mundo. Al contemplar al Niño en el pesebre, vemos el cumplimiento perfecto del Fiat. Por ello, el «estado de buena esperanza» de María es la metáfora más potente de la paciencia, la fe y la confianza inquebrantable que debemos cultivar en nuestros propios tiempos de dificultad y espera.
Que en esta Navidad, el «estado de buena esperanza» de María nos inspire a vivir nuestro propio Adviento, esperando con fe activa la presencia de Emanuel en nuestras vidas y abrazando la verdad con la misma sencillez de la Virgen.
La culminación de este misterio de la encarnación y el propósito redentor del Niño, fue revelado por el ángel a San José en sueños, confirmando el nombre y la misión de Jesús:
«Ella dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» (Mateo 1:21)
Dr. Crisanto Gregorio León
Profesor Universitario