Uno de los libros a los que suelo volver con pasión cada vez que me siento necesario es el que Vicente Aleixandre dedica a evocar los modos de encontrarse que ha tenido con sus amigos, como una forma de nacer desde ellos al sigilo de la ternura. Leyéndolo, se intuye que encontrarse con el amigo es inaugurar y añadir, estrenar instante y completarlo con la vieja relación que nuevamente ha despertado. El buen amigo es el que nos llega como si no se hubiera ido, el que nos encanta al verlo sin necesidad luego de decir “encantado” al despedirnos.
Así, Vicente se figura a Miguel Hernández con la cara limpia, como si viniera de lavarse del río, y estoy seguro de que, al recordarlo, sin que esta vez lo diga, está pensando en cuando Miguel le traía de Orihuela una bolsa de naranjas, que juntaba una a una en la escasez de aquel tiempo, porque el amigo estaba enfermo y el jugo de levante, en este amor redondo, era el mejor alivio.
Se duele Aleixandre de lo que Ortega se dolía: “que los españoles no recordamos ningún verso de Lope”. Difícil es recordar lo que no se ha pasado por el corazón ni en las escuelas se enseña. Y para quitarles el sufrimiento un poco, me levanto y recito: “La luz con que me pusiste / En el lugar en que estoy / Mil gracias, amor, te doy, / Pues me enseñaste tan bien, / Que dicen cuantos me ven / Que tan diferente estoy”.
A Gerardo Diego nos lo acerca Vicente como un hombre callado, dando a entender que se pasaba la vida afilando las palabras hasta convertirlas en cipreses. La familia de Gerardo Diego tenía en Santander una tienda de cintas bordadas con el curioso nombre de “El encanto”. Aquellos encajes debieron suspender y embelesar hasta el extremo de provocar en Gerardo una sorpresa continua, un encantamiento de harinas cegadoras en su figura de humilde molinero.
Encanto es, en este mundo nuestro de batallas perdidas, de harapientas cabezas, de trasiegos inútiles y de precios altísimos, escuchar a los poetas, que nos dejan el pensamiento como alfombras mullidas, desde donde resultan más suaves los pasos y más al alcance los destinos.
La sobrina de don Quijote pidió que también quemasen los libros de poesía, no vaya a ser que su tío cayese en la tentación de ser poeta, enfermedad incurable y pegadiza…
Enfermos de ella debiéramos aquí resolver lo innumerable, como quien va encendiendo lámparas en este largo pasillo de las sombras.