Educar en tiempos oceánicos

27 de octubre de 2025
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Foto creada con IA. | Canva

La IA es ambivalente. Puede potenciar nuestras capacidades o sustituirlas; puede ampliar nuestras posibilidades o atrofiar nuestras decisiones

En el mundo de hoy donde la digitalidad transforma todo y a la vez nos transforma a todos, nos hace parecernos más a criaturas de mar que de tierra. Con esta imagen —al mismo tiempo poética y precisa— podemos comenzar a nombrar el momento que vivimos. En medio de corrientes tecnológicas que cambian la forma en que pensamos, sentimos, aprendemos y enseñamos, la educación se enfrenta a un desafío que ya no puede considerarse coyuntural. La irrupción de la inteligencia artificial (IA) no es una moda tecnológica; es un movimiento tectónico que está reconfigurando las bases mismas de nuestra cultura.

Como en todo proceso de cambio profundo, existe la tentación de refugiarse en respuestas simples: la ingenuidad que romantiza el progreso o el pánico que lo condena sin comprenderlo. Pero ninguna de estas posturas permite educar con sentido. Para formar verdaderamente, necesitamos pensar la realidad con rigor y profundidad, más allá del ruido, los titulares o las prisas.

Educar en tiempos oceánicos exige una actitud distinta, más que esquemas cerrados o soluciones rápidas, se trata de generar espacios donde la inteligencia humana pueda desplegar su capacidad de comprender, discernir, imaginar y actuar. Si algo define a la educación de verdad, es su apuesta por lo esencial, por formar la inteligencia, cuidar la libertad, despertar la responsabilidad.

La IA es ambivalente. Puede potenciar nuestras capacidades o sustituirlas; puede ampliar nuestras posibilidades o atrofiar nuestras decisiones. Por eso, educar no puede reducirse a enseñar a usar herramientas. Se trata, antes que nada, de formar personas que sepan quiénes son, qué quieren y hacia dónde van, incluso cuando el entorno parece inestable.

Mucho se ha dicho sobre el impacto de la IA en la educación. Las preocupaciones son legítimas: ¿seguirán pensando nuestros alumnos si tienen a su disposición respuestas bien redactadas en segundos? ¿Qué sentido tiene la memoria, la redacción y el esfuerzo personal frente a una máquina que lo hace “mejor”? Y quizás ese temor, bien encauzado, sea una oportunidad para revisar nuestra manera de enseñar.

Porque si educar es sólo transmitir datos o hacer exámenes, la IA tiene ventaja. Pero si educar es formar el pensamiento, encender el deseo de verdad, cultivar la interioridad, alentar la búsqueda, entonces seguimos siendo insustituibles. Ninguna herramienta, por sofisticada que sea, puede reemplazar el impacto de un maestro que guía, acompaña y transforma.

En este horizonte, se vuelve urgente reivindicar la clase como lugar de encuentro, entre generaciones, entre disciplinas, entre preguntas reales y respuestas trabajadas. Se trata de volver a concebir la enseñanza como una aventura compartida, no como una transacción de conocimientos. De enseñar a pensar, no sólo a contestar. De enseñar a interpretar, no sólo a consumir.

Y para ello, no basta con resistir el cambio. Hay que abrazarlo críticamente, discernir sus implicaciones y acompañarlo con sentido. Esto requiere valentía, creatividad y profundidad. Requiere salir del esquema cómodo del control para abrir paso a una educación más libre, más exigente y más interior.

Educar en última instancia es formar la capacidad de navegar. No podemos controlar el mar, pero sí enseñar a leer las mareas, a construir una brújula, a sostener el timón. En tiempos oceánicos, no se trata de garantizar rutas fijas, sino de formar personas capaces de orientarse con criterio, de mantenerse firmes en lo esencial y de seguir avanzando, incluso en medio de la tormenta.

Hoy más que nunca, la universidad debe ser memoria lúcida del saber y taller activo de discernimiento. Un espacio donde la inteligencia se afine y la persona florezca. No para producir respuestas instantáneas, sino para formar personas capaces de sostener preguntas profundas, que no teman a lo nuevo, pero que tampoco renuncien a lo verdadero.

Educar en tiempos oceánicos es enseñar a habitar el mar sin perder la tierra firme. Es formar para la fluidez sin olvidar el arraigo. Es ayudar a que cada estudiante, cada profesor, cada colaborador, encuentre su lugar en medio de un mundo que cambia, sin perderse a sí mismo.

El mayor riesgo de esta transformación no es el avance de la tecnología, sino el olvido de lo humano. Y la mejor respuesta a ese riesgo sigue siendo, como siempre, una educación con alma.

*Por su interés reproducimos este artículo de Fernanda Llergo Bay publicado en Excelsior.

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