El 11 de octubre de 1998, Juan Pablo II declaró santa a una carmelita singular, a una judía estudiosa y catedrática de filosofía que, buscando y buscando la verdad, pudo encontrarla en el Libro de la Vida de una santa española inigualable.
Edith Stein había nacido en 1891 de una familia judía y observante. Como suele pasar también entre los nuestros, a los quince años perdió su fe y se le vino abajo, de pronto, la columna vertebral que había sostenido su adolescencia. La verdad, esa luz que no se alcanza sino después, dejó un pozo triste en el deseoso corazón de la muchacha. Buscaba, como todos, una cierta seguridad donde amparar sus inquietudes y decidió estudiar fenomenología con Husserl, del que luego sería catedrática auxiliar después de tanto haber aprendido con él a discurrir. Pero la sombra de no creer, como un destino, le seguía abriendo heridas en el pecho.
En las manos de Edith Stein, judía que hasta el final quiso serlo, cayó el libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, que tiene ramas de lumbre en las palabras, y nuevamente se llenó de sorpresas: “Aquí está la verdad”, dijo, como si apretara con sus manos una multitud. En 1934, ingresó al monasterio carmelitano de Colonia, y los bancos de rezar, el austero comedor, los muros se obligaron a sí mismos a dignificar el gozo de aquella mujer instruida que llegaba para hablarles otra vez de la Cruz como una libertad, como una ciencia redentora que se aprende sólo en la cátedra de la contemplación. Una mujer que quiso llamarse en el Carmelo Teresa Benedicta de la Cruz.
Pero Adolf Hitler subió al poder y, como tantos otros de su calaña y locura, decidió quiénes tenían derecho a seguir vivos. Los judíos, con el oído más fino de la historia, comenzaron a esconderse en las alcantarillas de la vida, a ocultar sus bucles debajo de los sombreros. Hitler, mientras tanto, miraba desde sus espías dónde se ocultaban los extraños a una raza que, según él, debía ser a toda costa preservada. Y poco a poco los fue llevando desde sus madrigueras a los gases de los campamentos. En Auschwitz los desnudaba y, cuando el frío ya era insoportable, les invitaba cruelmente a pasar a los cobertizos adonde el gas de la muerte terminaría convirtiendo a los judíos en esqueletos de mimbre abrazados a las fotografías, ahogados en el grito salvaje de no encontrar a nadie que los defendiera. Sólo Dios puede perdonar semejante tiranía.
En 1942, mientras Teresa Benedicta trataba de explicarse a sí misma que “el amor por Cristo pasa a través del sufrimiento”, la llevaron a los campos de concentración de Auschwitz. Ni los hábitos ni las influencias pudieron salvarla de una crueldad que en alguna parte del mundo continúa… Desde la carmelita Edith Stein canonizada, los jóvenes de hoy sobre todo, deben hacer suya esta parte del testamento que nos deja: “Ninguna verdad sin amor, ningún amor sin verdad”.
EL DUENDE