La viuda de don Arcadio Ribagorta tiene los ojos azules y el alma satisfecha. Su marido, tras leer la novela de Blasco Ibáñez, Arroz y tartana, se había aficionado a la bolsa de tal manera que supo acertar apostando a los valores en alza de modo que, al cabo de pocos años, había conseguido una fortuna incalculable. A su esposa, doña Manuela, la engañaba todos los días con un ramo de rosas y contándole, por encima, los aciertos de su fortuna.
Un revés de suerte dejó a don Arcadio en la ruina y se murió de pronto sólo por sentir que era pobre otra vez y sin que le diera tiempo a avisarle del traspié a su querida y engañada esposa. A los dos meses justos del sepelio, doña Manuela supo que su casa grande ya nunca más tendría rosas.
Dolida en semejante desamparo llegó un señor notificándole que su deuda podía ser condonada a cambio de que en su chalé, que dejaría de estar a su nombre, se crease una nueva emisora de televisión para decirle al mundo lo bueno que había sido tal señor perdonando la mala gestión de su marido. Doña Manuela accedió gustosa ante bondad tan encomiable hasta que, en unos años, le notificaron que ya nunca más tendría rosas, porque ni siquiera le quedó un jarrón donde ponerlas.
La apariencia disfrazada de bondad envenenada. Chiringuitos financieros prometiendo lo que saben que no cumplirán. Las pérdidas siempre para los mismos, los incautos, ingenuos y confiados.