En sus libros, José Luis Sampedro no nos tiene acostumbrados a las ternuras pero de pronto, esa delicadeza interior que muchos llevan escondida, aparece cuando menos te lo esperas como sucede en “La sonrisa etrusca”. Se trata de un abuelo con diagnóstico de muerte cercana que acude a Milán para que un médico de prestigio certifique , de la mejor manera, su acta de defunción.
El anciano se distrae mirando sin prisas la maravilla del Duomo o se fija en cómo podan los árboles de las avenidas, rogando a los cortadores de las ramas que busquen el mejor sitio para no destrozar la supervivencia y favorecer así su crecimiento. Sampedro busca la palabra más lejana a la superioridad para que los podadores descubran en él, no un viejo insolente, sino a un amante de los verdes crecidos.
Sin embargo, al abuelo visitante lo que más feliz le hace es estar con su nieto a solas y ofrecerle pequeñas sabidurías al oído, para cuando el niño sepa hablar y pueda acordarse de lo que él dejó sembrado en el subconsciente. Sin testigos, le anima a que se enfrente con las dificultades y remonte los agravios y las ofensas , pero, sobre todo, que “disfrute los cariños”, que se deje enternecer por ellos, que la suavidad de un corazón, o de unas manos, corrijan la posible aridez de su futuro comportamiento.