Se quedaron los pájaros sin rama donde trinar, donde posarse. Del pueblo de los leñadores había venido Juan con el hacha en su funda de cuero para talar el magnolio que tantas flores blancas nos regaló en primavera y donde permanecían, resecos en su tronco débil, los nombres de las niñas que nos gustaban, como abejas embalsamadas.
-“Es la ley de la tierra”… nos había dicho Juan antes de que se iniciara nuestro llanto. Hacía meses que se había vuelto amarillo por la falta de sangre. El magnolio se sostenía porque los recodos del tapial no dejaban pasar los vientos fuertes, puede que también por una extraña resistencia a despedirse del todo y de la luz, que mantuvo en sus hojas tanto tiempo… Al primer golpe, volaron desde lo alto los últimos jilgueros que en el magnolio tenían su piso de casados.
Juan, con la ley del tiempo en sus manos lo echó abajo en seis golpes. Nunca los del pueblo debieron hacer leña de su árbol caído.