El amor entre las cigüeñas negras se basa en que el macho acerca ramas para el nido. Si a la hembra no le parecen las adecuadas las deja caer, como señal de frustradas coincidencias. A pesar de todo, pronto se reconcilian porque son fieles en su relación y no conocen otra felicidad que la de estar juntos y volar días enteros bajo las estrictas condiciones del agua.
Las tórtolas llegan a más y, si el compañero está ausente, no comen ni beben ni buscan sombra hasta que el amado regresa con un presente en su pico, como un anillo de bodas. Son dulces y, si nadie las mira, largamente se besan. Cuando muere uno de los dos, al que sobrevive lo cubre el desamparo y nadie puede remediar su desánimo: con un llanto sin lágrimas asegura que nunca más se casará con nadie que se le pueda morir… En la Biblia los pobres, al nacerles un hijo, ofrecían un par de tórtolas al Señor como signo de dócil fidelidad. Con su arrullo, las tórtolas anuncian puntualmente la primavera y, en las casas donde anidan, el amor se acrisola en hechizos cada día.
Aprendamos de las aves a querer de esta manera y a ser heraldos, a pesar de todo, de las mejores noticias.