Los elogios vienen fáciles cuando somos pequeños (¡ay, qué niño más guapo!) y no interrumpimos la vanidad ajena. A nadie molestan los cántaros vacíos.
Raúl no sentía apetitos de magisterio, prefería aprender antes que enseñar, pero su tío don Sancho, tan allegado a la virtud, no parecía en disposición de entender que su sobrino prefiriese el ocultamiento, que no es precisamente rechazo a la convivencia ni desquite de responsabilidades, sino ese mejor ofrecimiento que da la libertad desde la sombra. La originalidad de ser distinto.
Después del 39 en Veraluz se tenía muy en cuenta eso de ser “buena familia” a la hora de juntar a los hijos con otros de su clase. Si a algún jovencito se le ocurría poner los ojos en una niña “distinta”, en seguida saltaban las alarmas familiares entristeciendo así el amor aún insatisfecho. Tal ocurrió con Raúl, que perseguía a Rosa cerca del Torreón para contarle a solas lo que a solas aprendió del silencio.
Pero don Sancho se salió con la suya y el sobrino terminó siendo uno de tantos jovencitos de buena familia, vulgares y dispuestos a sacar las oposiciones que le mantuvieran así, sin sal, toda la vida.
Pedro Villarejo