Cuando el fuego define el alma

6 de agosto de 2025
4 minutos de lectura
Imagen creada con IA.

«La belleza no está en el rostro; la belleza es una luz en el corazón.» — Khalil Gibran

Dr. Crisanto Gregorio León

El destino, caprichoso y a veces cruel, se manifiesta de maneras incomprensibles. En ocasiones, marca la carne con cicatrices imborrables, alterando la percepción inicial que tenemos de la belleza. Pero más allá de la epidermis, subyace un reino más profundo, el del alma, donde la verdadera definición de nuestra esencia toma forma. Este es el relato de dos mujeres, ambas con el rostro marcado por el fuego, pero con destinos forjados por la inquebrantable fuerza de su carácter.

Conocí a la primera de ellas, llamémosla Clara, en el ámbito profesional donde ambas ejercían como jefas en sus respectivas disciplinas. El fuego había dejado su huella en su rostro, una ligera desfiguración que, para el ojo superficial, podría considerarse una imperfección. Sin embargo, su presencia era un bálsamo. Su trato era dulce, su voz melodiosa, cada gesto rebosaba generosidad, amabilidad y una educación exquisita. Su cordialidad era innata, su gentileza, un halo que la envolvía. Conversar con Clara era ser testigo de una belleza que trascendía lo físico; sus facciones se iluminaban con cada sonrisa, y su humanidad se reflejaba en la altura de sus relaciones interpersonales. Era una sociabilidad que satisfacía, que nutría, que invitaba a la cercanía, transformando cualquier preconcepto sobre la estética en una revelación de gracia y armonía.

Lo más sorprendente de Clara no era solo su impecable desempeño profesional, sino la forma en que su esencia personal impactaba en todos a su alrededor. La gente la buscaba de manera espontánea, anhelando su compañía, su consejo, su simple presencia. Era como un hálito hermoso, un olor a rosas que se esparcía a su paso, no por una fragancia física, sino por la emanación pura de su comportamiento. Todos, sin excepción, quisieran protegerla, ampararla, cuidarla, movidos por un instinto casi reverencial. La frase que se susurraba entre sus colegas y colaboradores era constante: «Su madre debe estar muy orgullosa», o incluso «Qué alegría para su madre haberla tenido». Y es que Clara no solo poseía una belleza innata de espíritu, sino que las marcas en su rostro, lejos de afearla, parecían haberla hermoseado, confiriéndole un aura de resiliencia y profundidad que la convertía en un ser humano sublime, lleno de una gracia sin igual. La gente lo resumía con un anhelo colectivo: «Todos quisiéramos que fuera nuestra hija, nuestra hermana, nuestra compañera». Mirarla era un colirio a la vista, una experiencia que sanaba el alma y confirmaba que la verdadera luz reside en el interior. Era una líder por empatía, una jefa que inspiraba respeto y admiración no por su cargo, sino por la riqueza y luminosidad de su espíritu.

La otra mujer, a quien llamaremos Mónica, también llevaba las marcas del fuego en su semblante. Compartía con Clara la visible cicatrización física, pero hasta ahí llegaba la similitud. Mónica era la antítesis de la gracia. Su soberbia era palpable, su arrogancia, una barrera infranqueable. Patanería y grosería eran parte de su léxico habitual, un vocabulario incisivo y displicente que denotaba una amargura profunda con el mundo, con la vida y con las personas que la rodeaban. Cada interacción con ella era un campo minado, su trato cortante y despectivo, su liderazgo, una imposición de poder desprovista de cualquier calidez humana.

A diferencia de Clara, la presencia de Mónica generaba un rechazo instintivo. Todo el mundo se refería a ella con rudeza, una respuesta directa a la aspereza que ella misma proyectaba. Era como un container de basura, de pudrición, que nadie quería tener cerca. La gente le sacaba el cuerpo, y si tenían que saludarla, era por pura obligación, manteniendo la distancia como si su cercanía contaminara. La incomodidad que generaba era tal que, en la medida en que se mantenían lejos de ella, la gente se sentía más cómoda. Mirarla era un maltrato a la vista, una turbulencia infernal que reflejaba la fealdad de su alma. Su temperamento, su falta de cortesía y su constante disposición al conflicto hacían que cualquier relación con ella fuera una carga insoportable. La frase que circulaba en los pasillos, cargada de una tristeza hiriente y resignación, era desoladora: «A esa mujer, ni su madre la quiere». Era el reflejo de la total ausencia de afecto y conexión que Mónica generaba a su alrededor, una fealdad que trascendía cualquier cicatriz física y se anclaba en la desolación de su alma. Sus propias quemaduras, por su comportamiento, la afeaban aún más.

Ambas mujeres, obligadas por sus roles profesionales a interactuar con la gente, demostraban que la verdadera desfiguración no reside en la piel dañada, sino en el espíritu marchito. El fuego, en su paso, no solo tocó sus rostros; en un caso, purificó el alma y en el otro, reveló la aridez preexistente. La vida les presentó la misma adversidad física, pero su reacción y su actitud fueron universos distintos. Una construyó un puente de luz y afecto, la otra, un muro de espinas y rechazo. La lección es clara: la verdadera hermosura emana del interior, del modo en que elegimos enfrentar nuestras batallas y de cómo nos relacionamos con nuestros semejantes. La piel puede quemarse, la apariencia puede cambiar, pero es el alma, con sus cicatrices invisibles, la que dicta nuestra verdadera belleza o nuestra ineludible fealdad.

No obstante, la realidad de estos rostros y de las personas que llevan sus marcas, y cómo una se comporta de forma tan afable mientras la otra lo hace de forma tan terrible, sirve también como una poderosa metáfora. Es un espejo para quienes, en el ejercicio de sus cargos y con roles de jefatura o liderazgo dentro de las organizaciones, tienen la elección constante. Optan por comportarse de una forma que desfigura su entorno y sus relaciones, eligiendo la fealdad en lugar de la belleza del trato humano. La verdadera cicatriz, en estos casos, no está en la piel visible, sino en el impacto que un espíritu amargado y soberbio deja en aquellos a quienes debería guiar e inspirar.

«Tu dolor es la ruptura de la cáscara que encierra tu entendimiento.»

— Khalil Gibran

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