La condena a dos años de inhabilitación contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por el tribunal que preside el magistrado Andrés Martínez Arrieta, obedece, entre otras causas, a la vigencia tres corporativismos que planean sobre la Judicatura española. Se entiende por corporativismo la primacía de los intereses de un grupo profesional, en este caso los jueces y fiscales, por encima de los intereses generales de la sociedad.
El primer corporativismo se hace visible mediante la protección gremial de jueces instructores que instruyen procesos de gran alcance mediático sin una fundamentación en pruebas fehacientes, que acaban suplantadas por indicios o meras sospechas. El segundo corporativismo, de otra naturaleza, se refiere a la buscada protección de la imagen del cuerpo judicial mediante el castigo a un miembro de la fiscalía para evitar presuntamente el qué dirán, esto es, la sospecha social de que encubren a uno de los suyos. Y el tercero concierne a la protección corporativa externa de la Judicatura, muchos de cuyos componentes, hegemónicos en los órganos profesionales, perciben que su corporación es atacada por el Poder Ejecutivo lo cual justificaría el blindaje frente a él.
La expresión de estas tres pulsiones corporativas, particulares y supuestamente protectoras de un gremio, el judicial, en absoluto desprotegido, ha primado por encima de la búsqueda y obtención de la justicia, fin primordial de los jueces.
Para colmo, la presunción de inocencia del Fiscal General ha sido obviada; ha sido sometido a la llamada prueba diabólica, es decir, a la exigencia de probar él su inocencia, en vez de que sea el tribunal quien prueba su culpabilidad; los testimonios de periodistas, seis de ellos exculpatorios del Fiscal General, no se han tenido en cuenta, más bien han sido despreciados; y, como colofón, la condena impuesta, en su desproporción –inhabilitación bianual y cese de su cargo de Álvaro García Ortiz- sobre una mera falta, ha implicado, además, la distracción, por parte del juez del caso, del delito más grave en escena: la corrupción probada y confesa de su delito por él mismo, de un individuo partícipe de comisiones ilegales y evasor fiscal, conectado sentimentalmente a una presidenta regional. Una dirigente política del Partido Popular que, objetivamente, privatiza entidades y servicios sanitarios públicos a favor del monopolio sanitario privado corruptor de -y corrompible por- su pareja.
El foco del tribunal sobre lo importante, el sustantivo delito de evasión fiscal y corrupción política de la pareja de Isabel Díaz Ayuso, se aparta premeditadamente de ello para centrarse, por corporativismo, en lo adjetivo de una presumible falta del equipo de García Ortiz. La falta fue motivada, también, por el celo corporativo de la propia fiscalía que, precipitadamente, dispuso un mentís oficial frente a un bulo malévolo difundido contra la institución estatal por un asesor político de la presidenta regional. Se trata del mismo individuo que alardeó ante el juez de que lo suyo no es decir la verdad y admitió haber mentido, sin que su auto-confesión haya causado el menor efecto en el amortiguamiento de la condena contra el Fiscal General.
Para arreglar las cosas, algunos agentes de la Unidad Central de la Guardia Civil, que opera como policía judicial, han mostrado en este caso y en otros adyacentes un celo instructor desproporcionado y parcial, muy corporativo por su parte; ello les ha llevado a propasar los límites legales, que ciñen por ley sus tareas a la mera instrucción de casos. Y los han propasado para permitirse el lujo de suplantar a los jueces con juicios de valor propios, más el añadido de descalificaciones incluidas en sus informes, con apenas indicios. Y los indicios constituyen de por sí un campo de minas, al albur de opiniones tan variopintas como cambiantes.
¿Cuál es el hilo conductor de todos los corporativismos aquí mencionados?: su toxicidad antidemocrática. ¿Qué consecuencias van a tener este y otros procesos judiciales desplegados con métodos igualmente viciados por el particularismo gremial? De momento, más descrédito para la Justicia española, herida ya de muerte por la conducta de algunos de sus exponentes, esos que buscan más el estrellato mediático que la impartición de justicia. Algunos de ellos se han mostrado incapaces de trascender los intereses de su restrictivo círculo gremial en detrimento de los intereses sociales, como reza, recoge y exige el Código Civil. Según éste, en su artículo 3º, las normas han de aplicarse teniendo en cuenta la realidad social sobre la cual se proyectan. Y esta realidad social está configurada hoy en España por el deseo social de que la Justicia sea justa y equitativa; que los jueces juzguen con pruebas, con presunción de inocencia a favor del encausado, no con sospechas o meros indicios; y que la politización huya de los tribunales y de los órganos jerárquicos de la Judicatura de una vez por todas.
¿Cuál es el antídoto contra la toxicidad corporativa aquí descrita?: la democracia, ese tesoro convivencial que tanto tiempo tarda en llegar a tantos juzgados de nuestro país y que tan gravemente es lesionado por conductas institucionales y políticas inadmisibles. La responsabilidad social que adquieren los jueces en el ejercicio de sus funciones no tiene solo una dimensión sancionadora, coercitiva, frente al delito; ha de desplegar también una función creativa y constructiva de convivencia, de armonía social y de equilibrio. Escorarse, como muestra a diario una parte sustancial de sus componentes, desalienta cualquier propósito de la ciudadanía por convivir en paz, libertad y en diversidad, en un país como el nuestro, con un pasado cainita temible.
Los jueces discretos, objetivos, demócratas, merecen todo respeto de la ciudadanía y así como su apoyo, dado el alcance moral y penal de sus sentencias, tanto como la responsabilidad personal que contraen al emitirlas. Los que demuestran su enemistad hacia la democracia, prevaricando o desoyendo la voz de la sociedad, no merecen aval ni crédito alguno. Los magistrados administran la moral pública, que no es de su propiedad, sino propiedad de la sociedad, que les autoriza a ellos a impartir justicia, no a vulnerarla.
Por ende, no estaría de más que el acelerado ritmo que la judicatura impone a determinados juicios, ritmos elegidos con criterios extrajurídicos, se extendiera a otros procesos al parecer premeditadamente anestesiados y en sordina, como puede ser el caso de corrupción atribuido a Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda y Administraciones Públicas bajo los mandatos gubernamentales de José María Aznar (2000-2004) y Mariano Rajoy (2011-2018), ambos del Partido Popular. Los ritmos judiciales de los procesos del exministro José Luis Ábalos y Santos Cerdán, hoy ex dirigentes socialistas, corroboran lo dicho.
La gestión de los tempos y ritmos de las vistas públicas que intencionalmente aplican algunos juzgados a determinados juicios no tiene casi nada que ver con los apremios en la consecución de justicia, sino que se atiene casi siempre a agendas políticas extrajurídicas. Urge acabar con estas injerencias en el seno de la Justicia. Prolongar los juicios de manera incesante es una forma de perpetuar los daños causados por el delito no juzgado.
Llama la atención la difusión del fallo contra el Fiscal General antes de conocerse el texto de la sentencia. ¿Significa que, para impedir potenciales filtraciones, el tribunal, de cinco magistrados, con dos votos en contra de la condena, se apresurase a atajarlos difundiendo datos reservados cuya redacción está todavía en barbecho? Esperemos que la sentencia que se esperan a propósito de la pareja de la presidenta regional sea tan inmediata como la aplicada al Fiscal General. No obstante, hay dudas razonables de que el letrado defensor de González Amador solicite al Tribunal Supremo la nulidad del proceso contra su defendido, mayormente para ganar tiempo e impedir que vaya a prisión antes de las elecciones generales, con miras a no dañar al Partido Popular.
Juristas demócratas señalan la dificultad, a partir de ahora, para los tribunales y jueces, de desmentir bulos como aquel contra el cual salió al paso el Fiscal General. Por otra parte, el alcance político de lo sucedido debe introducirse en un contexto en el que Europa ha levantado la última barrera que impedía aplicar la amnistía al independentismo catalán, que García Ortiz avalaba.
El Abogado de Europa en su informe ha zanjado la cuestión al decir que la medida se adoptó en España por razones convivenciales. La derecha y extrema derecha políticas y mediáticas, han entrado en cólera al comprobar que la amnistía se abrirá paso más temprano que tarde, inexorablemente. Por ello, se trataba de impactar como fuera contra el Gobierno, al decir de observadores cualificados. Movilizar el corporativismo ha sido la herramienta más funcional para conseguir la tormenta absoluta, en el caso del juicio del Fiscal General, metáfora de gravísimas contradicciones que afronta la democracia y que, con certeza, superará.