‘No’, la palabra más peligrosa y revolucionaria del mundo

11 de octubre de 2025
6 minutos de lectura
Manifestantes con pancartas. | IA

La negación es el dispositivo dialéctico que desencadena los procesos históricos; ya lo previó Heraclito el efesio y lo hizo revivir el germano Hegel

Los expertos en lenguaje emplean un concepto troncal para señalar las conexiones entre las palabras: lo denominan cadena significante. Con ella se designa el hecho según el cual cada palabra, cada significante, siempre nos remite a otra para poder explicar su significado. Si digo blanco, deberé referirme a la claridad para definirlo. Si digo alto recurriré a la elevación… Ninguna palabra puede comprenderse por si misma, necesitará de otras para poder ser definida. Así pues, la cadena significante mantiene unidos sus eslabones; pero si bien esto sucede siempre, hay una excepción, un término que cancela y quiebra la cadena: la palabra No.

Tajante. Directa. Inmediata. Esa palabra zanja la infinita progresión y especulación circular que la cadena significante implicaba. Por ello, se ha considerado siempre que el hecho de negar tiene un significado revolucionario. La negación es el dispositivo dialéctico que desencadena los procesos históricos. Ya lo previó Heraclito el efesio y lo hizo revivir el germano Hegel.

Hablar de Revolución en nuestros días parece una quimera de grandes e inimaginables proporciones. Y ello, habida cuenta de cuántas de ellas fracasaron o cumplieron su función y desaparecieron. No obstante, se trata de un concepto que cuenta todavía con mucho crédito: díganselo, si no, a los publicitarios -la Publicidad, el Relato, aún mueven el mundo-que acreditan muchos de sus productos adjetivándolos de «revolucionarios».

Pese a los fracasos históricos incluidos, no demos por desaparecido de la faz de la Tierra un hecho histórico como la revolución, cuyos efectos son aún visibles en numerosas sociedades actuales. ¿Serían iguales los ingleses de hoy si en el siglo XVII sus ancestros no hubieran decapitado al arrogante e infortunado Carlos Estuardo, haciendo respetar el derecho soberano del pueblo a regirse por si mismo y por su Parlamento y la Constitución no escrita? Seguro que no. ¿Sentiríamos hoy, palpablemente como cabe percibirlo, el orgullo ciudadano de un francés, un cubano, un ruso, un chino o, incluso, un estadounidense, si en sus respectivos países no se hubieran consumado sendas revoluciones? Sin duda serían seres diametralmente distintos.

Por ello, no descartemos ni la necesidad ni el surgimiento de nuevas revoluciones capaces de agitar, estremecer o consumar procesos históricos de consecuencias y alcance duraderos. Y ello pese a la mixtificacion que implicaron recientemente, degradando su concepto, las denominadas «revoluciones de colores»: todo un invento de los servicios de inteligencia del imperialismo made in para conseguir, paradójicamente, efectos contrarrevolucionarios.

No hay revolución posible sin revolucionarios comprometidos con su causa. Siempre fueron sus dirigentes, constituidos en vanguardias, los grupos organizados capaces de dar expresión a los anhelos mayoritarios de sociedades hartas de opresión, desigualdad e injusticia frente a reyes, aristócratas, burgueses, colonialistas, invasores u oligarcas de toda laya erigidos en clase dominante.

Por ello, las revoluciones triunfantes desplazan del poder a una clase dominante y elevan al poder a una clase hasta entonces subalterna, dominada. El cacique fue desplazado por el señor feudal, este fue desplazado por el alto-burgués, el alto- burgués por el proletariado social-comunista…

El nuevo poder en manos de la clase así ascendida se convierte en una herramienta con capacidad de construir el presente, abandonando buena parte del pasado. En ocasiones, este abandono ha implicado pérdidas irreparables, no únicamente, la más dolorosa, la que se mide en vidas humanas de los titulares de regímenes derrocados por la revolución, sino también de manifestaciones artísticas, culturales o patrimoniales reemplazadas o no por otras de nuevo cuño. Mas parecen haber resultado ineludibles estás pérdidas en virtud de la inercia, tan humana e igualmente inhumana, que implica afirmarse a costa de negar la otreidad. En la negación estábamos precisamente al hablar de la importancia revolucionaria del no. ¿De plantearnos hoy, o mañana, una revolución, a qué cosas debiéramos decir NO? Hay muchas consideradas prioritarias: la mentira, el fascismo, la opresión en todas sus formas… Cada cual puede tener la suya, desde luego. A juicio de muchos, la primera, la que las resume todas, destilada con más eficacia en su día en luchas históricas en Londres, Washington, París, Moscú, La Habana, Pekín o Caracas sería la desigualdad, causa de tanto dolor e injusticia.

Como individuos, todos, hombres y mujeres, nacemos libres e iguales; pero la desigualdad social, que bajo el sistema de capitalismo privado nos divide en clases, nos convierte a la mayoria en súbditos de una minoría que acostumbra tiranizarnos en el trabajo y en la vida con leyes, costumbres y creencias casi siempre, salvo en algunas democracias, impuestas a sangre y fuego sobre nosotros, sin nosotros y contra nosotros. He ahí el origen de las guerras que todavía hoy escarnecen la escena mundial en clave supremacista, como se muestra en el exterminio del pueblo palestino a manos del Gobierno, el ejército y los colonos de Israel en Gaza y Cisjordania: unos seres humanos se deshumanizan aniquilando a otros seres humanos a los que consideran infrahumanos. He aquí el más cruel ejemplo hoy de la suprema desigualdad, otra de cuyas manifestaciones, la explotación económica, social y política de unos seres humanos sobre otros impregna simultáneamente y desde hace siglos la vida de millones de seres de casi todo el mundo.

De todo ello brota y ha renacido el anhelo de igualdad, obsesión perpetua de una Humanidad tantas veces oprimida y doliente. Toda religión lleva aparejado un código moral que incluye la igualdad: el «todos somos hijos de Dios» de los cristianos sería un ejemplo esclarecedor. Tantas doctrinas filosóficas, cuántas prácticas solidarias y cuántos esfuezos fueron versados hacia esa meta igualitaria que, de lograrse, nos humaniza, emancipa y redime.

Pero cuando se alcanzan, revolucionariamente, cotas de igualdad históricamente hasta entonces inexistentes, surge entre un turbión de obstáculos la confusión entre igualdad y uniformidad, que asfixia la primera siendo frente a la segunda conceptos muy distintos. Ser iguales no significa tener la misma forma. Disponer de los mismos derechos no significa ni debe implicar renunciar a la individualidad. Es ahí cuando sobreviene la parálisis de toda revolución igualitaria debida, entre otras razones, a una evidencia: pocas cosas hay más autoritarias que una revolución. Funcionalmente, no podrá triunfar sin contar con una autoría, una responsabilidad suprema que recae, precisamente, en su vanguardia. Contra este axioma, poco se ha hecho históricamente y poco cabe hacer, ya que se trata de una probabilidad típica, observable, comprobada por la experiencia y capaz de ser generalizada: es decir, se trata de una ley. ¿Sería necesaria -y viable- hoy una revolución que devolviera a la mayoría de la población la felicidad, en forma de igualdad, libertad y justicia, a la que toda sociedad e individuo tienen derecho, eludiendo el autoritarismo, la crueldad, el uniformismo, el vanguardismo y la ruptura con aspectos no dañinos del pasado?

No es concebible que un grado de desarrollo material como el alcanzado a grandes rasgos por buena parte de la Humanidad contemporánea lleve aparejado tanto número de personas desgraciadas e infelices. Las razones de este malestar son tangibles y adquiren todas las formas de la desigualdad. Por ello, decir No a esta tóxica realidad que se vive y decirlo en una clave democrática, conforme al sentir mayoritaro, puede ser ya un primer paso para despejar un camino erizado de dificultades pero tantas veces transitado, con mayor o menor fortuna, por los seres humanos: la revolución.

Las lecciones del pasado, tantas ya, podrán permitir a la generación que nos suceda consumar una revolución igualitaria que, una vez desmantelado el capitalismo, hoy en su fase agónica financiera reproductora de la desigualdad y lograda la igualdad básica de partida entre todos los seres humanos, brindará a cada cual la posibilidad de hacer aflorar la impar individualidad que a todos nos singulariza. Y ello en un nuevo mundo, desprovisto ya de toda forma de explotación, de toda forma de exclusión discriminante. Un mundo de seres humanos para los seres humanos, en armonía con la Naturaleza y con conciencia de nuestras limitaciones en un lugar remoto y único del Universo como el que habitamos y hemos de preservar. Nuevos combates habrá entonces que emprender, macrocósmicos, como el cambio climático, y microscópicos, como contra los virus pendémicos, los verdaderos enemigos reales de la Humanidad, cuya lucha arrumbará las inútiles guerras interhegemónicas, aún en ciernes, que tanto han desangrado nuestro dolorido planeta.

La cadena significante que engarza tenazmente las palabras, proseguirá su rumbo: entonces, el tajante NO será sustituido por un SI cordial y avanzante hacia el infinito.

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