Hoy: 22 de noviembre de 2024
Aquel niño atesoraba monedas antiguas con tal tesón que los dioses dejaron de acuñarlas por temor a que fuera de ellas dejaran de tener sentido. Buscaba con turbadora insistencia, hasta que por fin encontró la única que faltaba.
La juntó con otras valiosas que poseía, sellándolas a conciencia para que no pudieran escaparse. Sonriente, feliz y dichoso fue a contárselo a todos, menos a una persona que tenía el don de la ubicuidad, y podría revelar el secreto.
No sabía que haría con tantas monedas, pero sí que debía conservarlas. Por eso cada día a la vuelta del trajín diario las contaba minuciosamente para asegurarse que continuaban intactas. Este acto se prolongó durante innumerables veces, una tras otra, hasta completar el infinito. Su obsesión era tal que el recuento se prolongaba fuera de las horas, interminables veces, hasta que exhausto y vencido quedaba en un desasosegado sueño.
Harto, el niño recogió todas las piezas y las arrojó al desapacible mar que agradeció la ofrenda, y él volvió de nuevo a la infancia a buscar tesoros más valiosos que sólo allí se encontraban.