En el sombrío escenario de los tribunales de justicia, la ley se presenta a menudo como un instrumento frío y calculador. Un conjunto de reglas que buscan el orden en un mundo caótico, pero que a veces se quedan lamentablemente cortas ante la magnitud de la crueldad humana. El brutal asesinato de Iryna Zarutska, una joven ucraniana que llegó a Estados Unidos huyendo de la guerra, es uno de esos casos que desbordan la capacidad de la ley para impartir un castigo que esté a la altura del crimen. Su historia no es solo una tragedia, es un grito de dolor, una herida abierta en la conciencia social que ha generado una frustración tan profunda que la gente ha tenido que inventar una sentencia para poder asimilarla.
Iryna, una joven delgada, frágil y vulnerable, llegó a suelo americano con una maleta de esperanzas y la ingenua confianza de que el sistema y las instituciones le ofrecerían la seguridad que le había sido negada en su tierra natal. Se subió a un tren, un símbolo de progreso y conectividad, esperando llegar a su destino. Sin embargo, en ese trayecto, encontró el final de su vida a manos de Decarlos Brown Jr., un ser cobarde que, en su inhumanidad, se ensañó con una víctima indefensa. Este no fue un acto de fuerza, ni una confrontación, sino una emboscada ruin. Fue la definición misma de la cobardía: un depredador atacando a una presa que, por su naturaleza, no representaba ninguna amenaza.
El asesinato de Irina Zarutska sin censura, a manos de un Nazi, llamado Decarlos Brown Jr. pic.twitter.com/srJ2nRDFvz
— Aütarquia (@auutarquia) October 6, 2025
Y lo que hace esta tragedia aún más indignante es que no hay lugar para la duda. La flagrancia de este crimen no es dubitativa; está incluso captada en cámaras. No es uno de esos casos donde la flagrancia es falsa, y por tanto ha sido sembrada, ni donde los jueces se hacen los distraídos y utilizan la falacia de desvío para caracterizar como flagrancia lo que no es. Esos actos son detestables, pero en este caso, la brutalidad del acto es tan tangible, tan evidente, tan visual, que no hay lugar a dudas. La certeza de la culpabilidad de este asesino vil contrasta de forma brutal con la insuficiencia de la justicia para castigarlo con la contundencia que se merece.
El dolor se agudiza aún más cuando se observa el comportamiento de algunos jueces en la sala. No son pocos los casos en que, ante la valiente objeción de un defensor que señala que la flagrancia es falsa y que por tanto ha sido sembrada, el juez, creyendo que el abogado es un eunuco jurídico, recurre a una falacia de desvío. Desenfoca el debate, lo lleva a un terreno ajeno al caso para eludir la verdad. Esta no es solo una torpeza, sino un acto que va en contra del principio general del derecho de fraude a la ley, que corrige a quien, respetando la letra de la ley, elude su verdadero sentido. Es una grave afrenta a la justicia, una maniobra que puede esconder la ignorancia, la frustración o la complicidad. Pero en el caso que nos ocupa, no hay espacio para ese desatino judicial; aquí la flagrancia es tan tangible y evidente que no hay manera de eludirla.
El dolor se magnifica cuando se entiende la naturaleza del agresor. Decarlos Brown Jr. no actuó como un ser civilizado, sujeto a las leyes que en teoría le protegen. Su crimen fue un acto de barbarie pura, una regresión a un estado primitivo, un comportamiento de cavernícola que aniquiló la vida de una joven indefensa. Cuando un criminal se comporta de manera tan salvaje, con una brutalidad que nos retrotrae a un pasado sin leyes ni moral, la justicia no puede responder con una simple cortesía legal. El principio de proporcionalidad, tan sagrado en el derecho, debería funcionar en ambos sentidos. Si el acto criminal es bárbaro, la respuesta de la ley debería ser proporcional a esa barbarie, con una severidad que no solo condene, sino que también refleje la absoluta inhumanidad del crimen, añadiendo agravantes que hagan de la pena un castigo verdaderamente disuasorio y ejemplar.
Esta indignación ha llevado a una catarsis colectiva, una fantasía de justicia popular que se ha extendido por las redes sociales como la pólvora. Se habla de una sentencia mítica: 25 cadenas perpetuas consecutivas, un castigo que se extendería más allá del plano terrenal. Los rumores hablan de una pena adicional de mil años, y un cargo por intento de fuga que se cumpliría en el momento de la muerte. La imaginación colectiva, desesperada por encontrar una salida para su rabia, ha dictado que el juez habría impuesto 200 años adicionales que se cumplirán en el infierno y una advertencia apocalíptica: si el asesino regresa a la tierra, reencarnado en otra persona, será arrestado al nacer para que cumpla toda su próxima vida en prisión.
Aunque esta sentencia circula como un grito viral, es mucho más que una simple historia. Es el reflejo más honesto del dolor que la sociedad siente. Es el deseo de que un acto de cobardía sea castigado con la misma severidad con la que se cometió. La frustración no nace de la mera condena, sino de la impotencia de la justicia para alcanzar la verdadera venganza. No es el deseo de un ojo por ojo, sino de una justicia que sea capaz de destruir por completo la vileza de un ser humano.
El dolor en el pecho del pueblo es el mismo dolor que quizás sintió el juez al no poder imponer una sentencia que reflejara la atrocidad del acto. Es la impotencia ante un sistema que, aunque necesario, a veces parece insuficiente para proteger a los inocentes. En este caso en particular, la indignación se magnifica al pensar que un delincuente reincidente, que en el pasado ya había demostrado ser una amenaza, fue puesto en libertad y, en lugar de regenerarse, utilizó esa oportunidad para cometer un crimen atroz.
Este no es un problema de una ley, sino de todo un sistema. Es el recordatorio de que la justicia no es solo una cuestión de leyes y artículos, sino también de humanidad y conciencia. Cuando un acto de cobardía es tan atroz que excede la capacidad de la ley para castigarlo, la gente anhela una justicia que, aunque parezca sacada de una pesadilla, se sienta más real que la propia ley. La justicia de la sociedad se rebela ante la insuficiencia de la justicia de los tribunales.
La sentencia que se dictó en la imaginación del pueblo no es solo un castigo, es un grito de guerra, una declaración de que no se tolerará la cobardía, la indolencia y la crueldad. Es la manifestación de que, incluso en el mundo de la justicia, el dolor y la frustración pueden ser tan poderosos que son capaces de generar una sentencia que, aunque mítica, es más real en el corazón de la gente que cualquier otra.
«Una condena solo es justa cuando el dolor del verdugo se equipara al dolor de la víctima; y cuando el verdugo es un cobarde, el castigo debe ser tan grande que lo aniquile por completo.»
Crisanto Gregorio León – Profesor Universitario