Al igual que el mártir San Sebastián

15 de noviembre de 2025
9 minutos de lectura
San Sebastián mártir.

El reconocimiento de la inocencia es un deber inexcusable: ¿O el soberbio apego a tu trono y cetro de juez o de fiscal apagó tu humanidad?

«Ningún hombre, si pensase en lo que es necesario para juzgar a otro hombre, aceptaría ser juez. Y, sin embargo, es necesario encontrar jueces. El drama del derecho es este.» – Francesco Carnelutti (Las Miserias del Proceso Penal)

Nota necesaria y aclaratoria.

Es imperativo comenzar con una salvedad fundamental: este análisis y crítica no están dirigidos contra todos los honorables jueces y fiscales. De hecho, la mayoría de los miembros de la judicatura y el ministerio público ejercen su sagrada función con ética, probidad y con la comprensión de que su rol es el de lograr la paz social y hacer valer la justicia.

La crítica se dirige exclusivamente a aquellos tan henchidos de soberbia que olvidan que su posición es una credencial temporal y un servicio, no un trono de tiranía. A ellos, a quienes «les calza el zapato o les embona la gorra» de la prepotencia, va dedicada esta reflexión. Aquel que obra con rectitud y humildad debe tener la certeza de que este texto le es ajeno.

El cetro de la prepotencia: la advertencia a Pilato

Antes de adentrarnos en la fría realidad de la arrogancia judicial, examinemos la figura del «trono y cetro de juez o de fiscal». Es importante aclarar que, si bien el cargo no es un trono ni un cetro, la persona que lo ostenta, desprovista de humanidad y bajo una concepción extraña o extravagante, cree serlo, pues sucumbe a fantasmagorías mentales creyéndose un dios. Se imagina como un rey, un príncipe todopoderoso y despótico.

Esta persona se regodea en el poder de la ley, que encuentra su mayor satisfacción en la capacidad de dictar sentencias y que pulsa el botón del juicio con implacable rigor. Su alegría no reside en la justicia, sino en la vanidad y la jactancia del cargo. Dicha prepotencia tiene sus raíces en la falacia de la eternidad: la creencia de que no existe un poder superior que pueda condenarlos y que su trono es vitalicio.

A estos operadores de justicia hay que recordarles la verdad teológica y jurídica fundamental que el propio Jesucristo le espetó a Poncio Pilato: «Ninguna autoridad tendrías sobre mí, si no te fuese dada de arriba» (Juan 19:11). El poder que ostentan es prestado, temporal y sujeto a una autoridad superior. Cuando están ante el tribunal de los hombres son soberbios, pero ante el Tribunal de Dios, la jactancia se convertirá en terror, pues ahí sí serán juzgados sin apelación por sus intenciones más oscuras. Cuando el fin último es cometer toda la maldad creyendo en la impunidad, la humanidad queda asfixiada bajo el peso de la soberbia y el apego al poder.

La vanidad judicial: la metáfora de la belleza vana

La soberbia del operador de justicia engolosinado con su puesto es idéntica a la actitud de la «señorita bonita» superficial y vanidosa que se cree inalcanzable. Es la analogía del nuevo rico que, al adquirir repentinamente un poder o una posición, olvida su origen humilde y se embriaga con la novedad del cargo.

Observamos a esas mujeres frías, vacías y superficiales que, al ser consideradas bellas por la sociedad o al conseguir una cuota de poder temporal, se sienten diosas intocables. Su belleza, sin embargo, es solo un caparazón perecedero, vacío de contenido ético o espiritual. De la misma forma, el cargo de juez o fiscal es una belleza profesional fugaz.

Estas personas, al igual que la belleza hueca, carecen de la humildad y la caridad necesarias para su rol. Están tan engreídas con el aplauso y la genuflexión que provoca el «trono y cetro» judicial, que viven en una ilusión de superioridad. El problema es que, cuando la belleza se desvanezca o el cetro sea entregado a otro, quedarán con el alma igual de fría y superficial que la «bonita vanidosa» cuando se mira al espejo y ve que su físico ya no le obedece. Al final, solo les quedará su propia miseria moral.

¿El nuevo placer forense: el deleite en crear mártires modernos?

La analogía con el martirio de San Sebastián es inevitable. Él murió no por ser culpable, sino por la soberbia y el terror del poder imperial ante una verdad que no podía aceptar. Esto nos obliga a plantear la pregunta más incómoda de todas a aquellos operadores de justicia que se han revestido de arrogancia:

¿Es que acaso, al igual que a los emperadores romanos que martirizaron a los inocentes, a usted también le gusta hacer mártires, señor(a) juez(a) o fiscal? ¿Encuentra deleite en el sufrimiento del procesado? Seamos francos: el placer de ver a un inocente sufrir a causa de su error, negligencia o malicia, para evitar que su ego se quiebre al admitir la verdad, no es justicia; es la manifestación más oscura del sadismo judicial. El mártir de hoy no muere por flechas, sino por la lentitud, la malicia y la negación de la evidencia contenida en el expediente. Cuando la inocencia se vuelve un castigo, el magistrado se ha convertido en el verdugo, y el expediente es su campo de tortura.

La perversión del derecho y la convicción de la culpabilidad

El drama de la justicia se agrava en la praxis forense. En algunos despachos judiciales, esta máxima se invierte de manera perversa. Aquel juez o fiscal, en lugar de leer y analizar los expedientes conforme al espíritu de la ley, opera bajo una óptica de presunción de culpabilidad.

La búsqueda de justicia exige que la lectura del expediente se realice estrictamente conforme al Principio Universal de Inocencia. Este principio, consagrado en toda legislación civilizada, establece que la inocencia se presume y que la carga de la prueba recae exclusivamente en quien acusa. El objetivo no es la caridad, la indulgencia o la concesión de un favor, sino el deber ineludible de respetar la condición de inocente de la persona. ¿Qué sentido tiene este principio universal si no se aplica?

El expediente es leído no para confirmar la inocencia presunta, sino para buscar desesperadamente la condenación. Si el principio universal fuera de culpabilidad, el proceso no tendría sentido. La falla reside en la truculencia en la lectura: donde las actas dicen «blanco», se dice «negro», y cualquier indicio claro se desvía mediante alguna falacia para no reconocer la inocencia de quien lo es. La máxima jurídica de que «lo que no está en las actas no está en el mundo» debe complementarse con la obligación de reconocer que, si la inocencia está en las actas, está en el mundo, y no puede negarse.

La perversión máxima llega cuando, al lograr el procesado, imputado o acusado demostrar su inocencia —o al revelar un fraude en el proceso—, algunos jueces y fiscales sienten esto como una derrota personal. Estos individuos no logran entender que no es una derrota personal, sino el triunfo de la verdad y de la justicia, lo cual están obligados a respetar. Es su deber ceñirse a lo demostrado en las actas, analizarlas con rigor para detectar si han sido forjadas o manipuladas, sin temor a que el resultado les quite la razón. Esto no solo contradice el derecho fundamental y el llamado constitucional, sino que denota una profunda carencia formativa y ética. Nos preguntamos si este operador de justicia realmente salió de las aulas de una facultad de derecho o si, más bien, es producto de un fraude académico, que en su carrera profesional demuestra la ausencia de la debida educación ética, moral y espiritual necesaria para manejar el destino de otros seres humanos.

La ética de las intenciones y la perversión del oficio

Aquí es donde reside la clave de la moralidad, como señaló Immanuel Kant con su ética de las intenciones: si tu acción se realiza por deber (por el respeto a la justicia misma), tu voluntad es buena. Pero si tu acto es solo conforme al deber, motivado por inclinaciones perversas, el mal se consuma.

Si tu verdadera intención es la justicia, buscarás la verdad para redimir o liberar. Pero si tu intención es la venalidad, llenar tus bolsillos de dinero con el dolor ajeno, o peor aún, disfrutar del morbo enfermizo, regodeándote en el chisme y el sufrimiento de los involucrados, o quieres ver cómo las pasiones hierven en el litigio, tu puesto se convierte en una herramienta para la perversión, y tu voluntad, aunque logre un resultado legalmente correcto, es moralmente corrupta.

Es en ese instante que se nos revela que somos escogidos, pues es a ti a quien Cristo te ha puesto en el camino para que, a través de tus actos, seas las manos de Dios, evaluando tu caridad, tu capacidad de ponerte en los zapatos del otro y, sobre todo, para saber si eres merecedor de que tu nombre esté inscrito en el Libro de la Vida, midiendo hasta dónde el amor al poder ha aniquilado tu compasión.

El verdadero valor del tesoro personal: la lección de Carnelutti

La paradoja es que, al buscar desesperadamente la plenitud en la acumulación de poder o en la rigidez legal, el individuo pierde el verdadero tesoro: su conexión con su propio prójimo. La autoridad puede comprar reputación y seguridad formal, pero no puede comprar la paz interior que proviene del perdón y la caridad genuina. El gran jurista Francesco Carnelutti lo sentenció al afirmar: «Es necesario sentirse pequeños para ser grandes. Es necesario formarse un alma de niño para poder entrar en el reino de los cielos.»

La verdadera fortaleza del juez reside en sentir su propia miseria humana antes de juzgar la del otro. La misericordia no es un gasto; es una inversión en nuestra alma. El reto es reevaluar nuestra relación con la norma. ¿Es un siervo que nos ayuda a vivir una vida con propósito y bondad, o se ha convertido en el amo que dicta nuestras acciones y silencia nuestra conciencia?

Solo al reconocer que el verdadero éxito reside en el equilibrio entre la firmeza y la riqueza del espíritu, podremos encender de nuevo esa llama de humanidad que el fanatismo ha tratado de apagar. La obra Las Miserias del Proceso Penal debería ser el libro de cabecera de todo juez y fiscal penal, pues recuerda que la justicia humana no puede ser más que parcial y su humanidad solo se logra disminuyendo esa parcialidad. Es hora de dejar que el Amor guíe nuestras acciones, y no al revés.

«La primera de las miserias es, quizá, la de tener que juzgar a un semejante sin conocer la medida de sus culpas.» – Francesco Carnelutti (Las Miserias del Proceso Penal)

«La riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocas necesidades y un corazón abierto.» – Frase popular

La interpelación del mártir (preguntas ineludibles)

El peso de la conciencia es inexorable. Aquel operador de justicia que condena por soberbia o negligencia no solo infringe la ley, sino que crea un mártir, una víctima de su propia vanidad. Por ello, si usted se mira al espejo y ve reflejado un trono o un cetro, debe escuchar la pregunta que le hará la eternidad: así como a San Sebastián Mártir, ¿cuántos mártires tiene en su haber?

Mire las actas y responda, con la mano en su conciencia, si estos inocentes que han pasado por su despacho han sido víctimas de su soberbia:

  1. ¿A cuántos hombres y mujeres ha condenado, a pesar de que la duda razonable en el expediente clamaba por la absolución?
  2. ¿Cuántos padres de familia ha despojado de su libertad solo para ratificar una acusación débil?
  3. ¿Cuántas vidas ha destruido por no querer admitir un error o una falacia procesal?
  4. ¿Cuántas personas han sido encarceladas por su soberbia, y no por la justicia?
  5. ¿Cuántos inocentes han perdido su honor y su dignidad por su falta de caridad y humanidad?
  6. ¿Cuántos expedientes ha leído con la óptica de la culpabilidad, ignorando el mandato constitucional de la inocencia?
  7. ¿Cuántas almas le pedirán cuentas en el Tribunal de Dios por haber ignorado las pruebas de su inocencia?
  8. ¿Cuántas veces prefirió el «qué dirán» de sus colegas a la verdad contenida en los folios?
  9. ¿Cuántos están pagando su sentencia no por lo que hicieron, sino por lo que usted no quiso ver?
  10. ¿A cuántos inocentes ha convertido en «flechas» clavadas en el cuerpo de la justicia?

La pregunta final: el destino en el tribunal de Dios

Por el ejemplo y el testimonio de una vida con propósito, este artículo es dedicado a aquellos cuyos nombres están inscritos en el Libro de la Vida. Sin embargo, a aquellos que ostentan el trono y el cetro y lo utilizan para la maldad, deben saber que, aunque la vida no les cobre aquí y ahora, se los cobrará el Más Allá cuando estén ante el Tribunal de Dios y deban dar cuenta.

Es en ese momento, cuando ya no sean reyes ni príncipes, donde se decidirá su destino: si los espera Dios porque tengan el nombre inscrito en el Libro de la Vida, o los espera Satanás porque se han convertido en uno de sus servidores.

Esto nos obliga a preguntarnos: ¿Qué están haciendo jueces y fiscales para ganar su propio espacio en el Libro de la Vida del Cordero, practicando lo que es correcto en vez de aplicar la falacia del desvío, y no la caridad ni misericordia, o siguen desconociendo la inocencia del que es inocente porque se sienten derrotados cuando lo planeado es incorrecto? ¡Y con mala fe acusan y condenan!

«La verdad es que la vida es una única y universal miseria, y solo la caridad puede consprla.» – Francesco Carnelutti (Las miserias del proceso penal)

Doctor Crisanto Gregorio León

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