La Extralimitación Funcional del Juez que Anula la Presunción de Inocencia: El Uso de la Tortura Psicológica Moderna contra la Vulnerabilidad del Inocente Cautivo.
«La crueldad no es sólo la que se ejecuta con instrumentos físicos, sino también la que se ejerce con la presión sutil del poder.»
— Cesare Beccaria
El fundamento de todo sistema penal reposa en la ineludible presunción de inocencia. Este principio no es una mera formalidad, sino el escudo protector del ciudadano frente al poder punitivo del Estado.
La filosofía de la admisión de hechos no es otra cosa que disminuir la pena a quien es realmente culpable. La crítica se dirige al descaro de proponer esa admisión a un inocente, ya que ni el tribunal, ni la fiscalía, ni su defensa deben jamás incentivarlo a aceptar hechos que no cometió.
La práctica de la propuesta descarada del tribunal al acusado para que se acoja al beneficio de la admisión de los hechos se convierte en una bajeza procesal que vulnera este principio de manera inicua. Esta iniciativa, impulsada por el propio juez o tribunal, se presenta bajo la imagen de una supuesta bondad o un atajo benévolo, una clara actitud de «tirar la piedra y esconder la mano«, lo que es una perversión de considerar culpable al inocente desde el principio. La proposición, en este contexto, no es una opción procesal benigna, sino un acto de intimidación que revela un juicio ya concluido en la mente de los juzgadores.
El interés del juez en que el acusado admita los hechos, a pesar de que este haya blandido su inocencia de manera reiterada, es la prueba de una extralimitación funcional que quiebra la imparcialidad. El tribunal, que debería ser el árbitro neutral, se convierte en parte interesada, actuando bajo una presunción de culpabilidad.
Esta perversión se ilustra con una claridad brutal:
Imaginemos que una persona, dueña de una propiedad, se niega durante meses a firmar un contrato de venta. El comprador poderoso, ignorando todos sus argumentos de rechazo, le pone la pluma en la mano en el último minuto y le dice: «Si no firmas ahora por la mitad del precio, iniciaré un juicio que te arruinará y te costará diez veces más.»
Esta es la gráfica escrita del proceso: el tribunal no admite la derrota de estar equivocado o el esfuerzo de juzgar. La orden de «admite los hechos» es el chantaje de poder que anula toda la lucha previa del acusado. El tribunal coloca una trampa y se revela como un sistema de justicia traicionero.
A esta injusticia se suma la fatuidad del proceso mismo. Los laberintos de la justicia, tan ricamente descritos por François Rabelais en su obra Gargantúa y Pantagruel, no son más que un reflejo grotesco de esta crueldad. Allí, la verdad material se pierde entre el volumen fatuo de las actas y las sentencias incomprensibles.
La corte se convierte en un molino insaciable donde los jueces, en su soberbia, prefieren alimentar la burocracia con la ruina del proceso antes que admitir la sencillez de la verdad. El ciudadano inocente es aplastado no por un veredicto, sino por la fatuidad del juicio mismo, que se niega a concluir sin que haya habido un sacrificio.
La grosería del tribunal se manifiesta al desestimar todos los documentos que demuestran la inocencia del acusado. Con una actitud que raya en la ignorancia deliberada, el juez parece querer rasgar los elementos de descargo, solo para ir al «fondo del asunto» cuando, paradójicamente, el fondo del asunto comprueba que el acusado es inocente.
Esta desatención se relaciona directamente con la crítica que el maestro Francesco Carnelutti expone en Las miserias del proceso penal, al señalar que el juez no solo debe tener competencia y talento, sino también sensibilidad humana para ejercer su cargo. La actuación del tribunal, que actúa como si no hubiera estudiado en la facultad de derecho, demuestra una abismal falta de esa sensibilidad, prefiriendo la comodidad administrativa a la justicia real.
La defensa debe desconfiar enteramente de la buena fe del tribunal, especialmente cuando este ha dado muestras reiteradas de su tendencia a condenar. La corte ve en la demostración de inocencia del acusado una derrota personal, y se niega a «dar su brazo a torcer» cuando lo que está en juego es el debido proceso y la no violación de los derechos fundamentales. El tribunal, al que le consta y sabe que el acusado es inocente, actúa por una obstinación infame.
En estos casos, la corte aplica desde el inicio la falacia del desvío para desoír los alegatos legítimos de la defensa que demuestran la inocencia del acusado, convirtiendo la audiencia en una mera formalidad burlesca.
En una abierta violación a las garantías de audiencia, el tribunal demuestra su predisposición inamovible. Al ignorar la evidencia material y los principios jurídicos fundamentales, no hay otra cosa que esperar que una sentencia injusta, arbitraria, antojadiza, y de una volatilidad extrema, dictada por el pálpito personal y el arrebato del temperamento, revelando una conducta impredecible y impulsiva del juez, completamente ajena a la razón, la ley y la sensibilidad humana.
El proceso penal moderno exige una forma de apostasía procesal: el acusado debe negar su propia verdad (su inocencia) bajo la amenaza de una condena más dura. Este es un proceso penal absurdo, perverso y cainita, pues aniquila la verdad del inocente.
El inocente, exhausto por la privación prolongada de libertad y el tormento mental, acepta la culpa no porque sea cierta, sino para salir del dolor psicológico y del círculo vicioso que el propio sistema ha creado. La negativa del juez a reconocer la inocencia probada se convierte en una fatuidad institucional. En lugar de aceptar un caso sencillo, se amenaza con un fatídico juicio del siglo para forzar la auto-condena.
Esta conducta judicial demuestra que el tribunal no actúa conforme al principio universal de la presunción de inocencia, sino conforme a una presunción de culpabilidad. Una presunción revestida de la perversión que les otorga el poder, sacrificando la dignidad y la verdad en el altar de la rapidez procesal y la soberbia institucional. Que esta jactanciosa seguridad en un cargo circunstancial no les haga olvidar que, más allá del derecho positivo, un Tribunal Superior les espera, donde deberán dar cuenta de cada injusticia cometida, y donde vendrá el crujir de dientes de aquellos operadores de justicia que condenaron solo por condenar. El papel de proponer la admisión de hechos debe recaer, exclusivamente, en la defensa técnica.
«Una justicia tardía o fallida no es más que una forma legal de injusticia.»
— Walter Savage Landor