“La naturaleza humana está formada para el bien, pero las costumbres y las leyes la pervierten” — Jean-Jacques Rousseau.
“El hombre es el lobo del hombre” (Homo homini lupus) — Thomas Hobbes.
El análisis que sigue se cimienta en la eterna disputa sobre la naturaleza del hombre y el Estado. Si, como afirma Rousseau, el hombre nace bueno y es corrompido por la sociedad, la tragedia de la tribu recae sobre la perversión de las instituciones (el Oidor). Pero si, como sostenía Hobbes, el hombre es inherentemente egoísta y agresivo, la figura del Oidor no es una desviación, sino la manifestación inevitable de esa naturaleza en el poder, haciendo necesaria una fuerza mayor (el Leviatán) que aquí brilla por su ausencia.
El presente análisis aborda la tragedia de la traición institucional a través de una alegoría sociológica: la cosa nostra tribal. Se examina la figura del Indio como personificación de la fe cívica que, por su ingenuidad radical, se estrella contra el celestinaje perverso del Oidor y el Cacique. El artículo demuestra que la permanencia de la corrupción no es un fallo del sistema, sino el resultado de que el líder, en la sombra, actúa como cabecilla de la delincuencia encubierta, utilizando su posición para blindar y proteger activamente sus intereses inconfesables en lugar de garantizar la justicia.
En la estructura tribal, regida por costumbres ancestrales, el indio persistía en su inocencia. Su naturaleza ingenua y desprevenida le impedía conceptualizar la traición en los altos mandos, llevándolo a creer ciegamente en el Cacique, líder al que acudía con fervor para narrarle las prácticas y mañas que mancillaban la tribu. Esta ausencia de desconfianza en su caja de valores ética era, irónicamente, su mayor vulnerabilidad.
No encontraba el indio razón por la cual el “estado de cosas” —la descomposición moral y la corrupción evidente— permanecía incólume ante sus denuncias. Insistía en exponerle siempre las vicisitudes de la tribu y los malos pasos en que muchos andaban, con una confianza extrema y prolija en detalles. Pero siempre se encontraba con las mismas vanas respuestas, con las mismas piedras en el camino: unos ojos ciegos y unos oídos sordos que evadían la realidad con una maestría calculada.
Su error, que se repetía hasta el punto de la tragedia, era hacer la denuncia ante los cabecillas de la banda que, ocupando los cargos de liderazgo, se mantenían encubiertos bajo una fachada de gente sana y decente.
Desconocía el indio un hecho crucial y perturbador: ese oidor —la figura que debía escuchar y remediar— era, en la sombra, uno de los cabecillas y el más interesado en que nada se enderece. El oidor propugnaba activamente los fines ilícitos que no solo mancillaban las costumbres tribales, sino que garantizaban su propio poder y riqueza.
Sin sospecharlo, el aborigen estaba acudiendo al Jefe de la delincuencia de las tribus, denunciando ante la persona menos indicada para impartir justicia. Quien siempre le oía se alertaba y se servía de la información confidencial, revelando las confesiones recibidas en provecho de la delincuencia. De este modo, el Cacique y su banda de indios desadaptados conocían de antemano los pasos a seguir para mantener a salvo a sus cimarrones (los elementos criminales o fugitivos), utilizando la confianza del indio como un sistema de alerta temprana para prevenir a sus ladrones y malhechores.
El oidor incorrecto es, por definición, el delincuente encubierto que capitaliza su posición. Recibe la información suministrada de buena fe para que acabe con el estado de descomposición. Por el contrario, lo que hace es blindar las debilidades y contener la fuga de información que pondrían en peligro sus “intereses inconfesables”.
Para el oidor, las denuncias detalladas que recibía del indio eran tratadas delante de él como puerilidades y noticias sin trascendencia, lo que ocultaba la gravedad de la situación, pues en realidad esas denuncias constituían el asunto medular que destruiría toda la red criminal.
Se trataba de la cosa nostra tribal. Al igual que la cosa nostra siciliana, no era una exageración retórica; era una mafia interna con demasiados tentáculos e intereses. El volumen de corrupción había alcanzado una masa crítica.
La persistencia del indio en denunciar se revela como el último acto de una fe trágica y conmovedora en que el liderazgo debe ser justo. En un sistema corrupto, su inquebrantable confianza expone la profunda hipocresía de los cabecillas. Al ser repetidamente traicionado, el indio subraya la magnitud de la descomposición: su error no es la falta de evidencia, sino la creencia radical en el principio de legalidad que ha sido aniquilado por los mismos hombres encargados de defenderlo. Es la personificación de la ciudadanía honrada que se estrella contra la muralla del celestinaje perverso.
Este celestinaje perverso había llevado a la organización de la tribu a un despeñadero. Se refiere a que el Oidor, desde su posición de poder, facilita y gestiona la delincuencia, utilizando su autoridad para encubrir y promover actos ilícitos. Si los jefes lo permiten, entonces la pregunta esencial se vuelve: ¿qué se puede hacer? La causa de la descomposición es cristalina: mientras el oidor ocupe ese cargo, la justicia será un espejo que refleja la ley mientras es utilizada activamente para perpetuar el crimen que se supone debe combatir.
“Si el ojo de la ley mira a través de una lente de aumento, la delincuencia se convierte en grandeza” — Máxima popular.
Dr. Crisanto Gregorio León
Profesor Universitario