— El país de Torenza es, de hecho, un país imaginario y ficticio. —
“La imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser; el humor, de lo que son” – Winston Churchill
Para comprender la esencia de la patología de esta jueza de Torenza , es indispensable diseccionar la máxima de San Agustín y aplicarla al perfil de la jueza dominada por la jactancia, la prepotencia y el narcisismo.
El primer segmento, «la soberbia no es grandeza sino hinchazón», establece el diagnóstico fundamental. La soberbia que manifiesta la jueza (jactancia, prepotencia, narcisismo) no se origina en una verdadera grandeza (como la competencia justa o la sabiduría legal), sino en una «hinchazón» del ego, lo que implica una cualidad inflada y vacía. Su convicción fantasmagórica de ser la «presidenta de la Corte Penal Internacional» es el epítome de esta hinchazón: una autoimagen desmedida que no corresponde con su posición real o su mérito.
En cuanto al segundo segmento, «y lo que está hinchado parece grande…», explica la apariencia que la soberbia proyecta. Desde su perspectiva, y quizás para observadores superficiales, la jueza «parece grande». Su prepotencia, su enfoque en «condenar, condenar, condenar» y su deseo de «figurar» la hacen ver como una figura poderosa, decisiva e implacable. Su rigidez y la presunción de culpabilidad en todos los casos le otorgan una apariencia de autoridad absoluta e inquebrantable, proyectando por un momento una imagen de poder que es, sin embargo, ilusoria.
Finalmente, el segmento crucial es «…pero no está sano.» La actitud de la jueza no está «sana», lo que significa que no es justa, equilibrada ni moralmente correcta. La soberbia es una patología espiritual y profesional que distorsiona su función judicial. Su mente está enferma por la necesidad de figurar y de presumir culpables a los hombres por el solo hecho de ser hombres, condenándolos antes de juzgarlos. La justicia no puede florecer donde la mente está «hinchada» con narcisismo, pues el objetivo se desvía de buscar la verdad a simplemente satisfacer el ego. Su juicio está viciado desde el inicio porque, para ella, no hay hombre inocente, lo que demuestra la corrupción interna de su propósito judicial.
El pensamiento de San Agustín desarma perfectamente la fachada de esta jueza:
La jueza se presenta como una figura de máxima autoridad y poder (la aparente grandeza), pero su motivación real y el efecto de sus acciones son el resultado de un ego mórbido y descontrolado (la hinchazón). Su afán por condenar y figurar no es una manifestación de justicia fuerte, sino de una profunda insalubridad ética. Ella no sirve a la ley, sino a su propia vanidad. La soberbia le impide ver la inocencia y buscar la verdad; solo ve oportunidades para ejercer su falso poder y alimentar su narcisismo, lo cual es la antítesis de la salud y la virtud requeridas para impartir justicia.
— El país de Torenza es, de hecho, un país imaginario y ficticio. —
El Tribunal de Género de Torenza se preparaba para ventilar un litigio tan nimio y mal fundamentado que, bajo la sobriedad intelectual y la transparencia de pensamiento que se exige a cualquier magistrado, jamás habría llegado a juicio. Sin embargo, presidiendo la sala estaba la Jueza Elda Torrente. Para ella, este caso banal, lleno de evidencias procesales inconsistentes y un evidente fraude contra el acusado, se convirtió en una tribuna personal. Su cargo no era para administrar justicia, sino para manifestar una desmedida necesidad de figurar y un ansia de severidad que la hacía actuar como si fuese más papista que el Papa.
Para la Jueza Torrente, cada proceso, por fatuo que fuese en su origen, se convierte en un escenario revestido de magnanimidad y grandiosidad. Esta pompa no deriva de la legítima importancia de las libertades en juego, sino de una presunción intelectual que ella utiliza para saciar su vanidad y darse majestad. Empeñada en condenar a los hombres en casos que jamás debieron llegar a juicio, invierte el principio fundamental del Derecho: y en tal sinsentido es el hombre inocente, acusado fraudulentamente, quien se ve forzado a probar su inocencia, liberando de facto a la Fiscalía de su obligación constitucional de demostrar la culpabilidad más allá de toda duda razonable. De esta forma, la corte se transforma de garante de la Ley en un mero instrumento al servicio de la obsesión personal de la jueza.
La Jueza Torrente transformó la simple querella en su propia épica: “El Juicio del Siglo”. Su mente, lejos de la imparcialidad, estaba henchida de una vanidad patológica, dominada por un desvarío que no veía la sentencia como la conclusión de un proceso, sino como la consolidación de su propia superioridad moral e ideológica. Esta pomposidad, tan evidente en su accionar, confirmaba que su soberbia no era grandeza, sino una peligrosa hinchazón que, aunque lucía imponente en el estrado, estaba fundamentalmente enferma. Al igual que los monarcas aquejados de locura, ella interpretaba la mínima prueba a favor del procesado como una afrenta personal, una derrota que debía ser combatida con todo el peso de su exagerada autoridad.
Cuando el abogado defensor presentó la copia de un recibo de supermercado fechado y geolocalizado que establecía una coartada irrefutable, el rostro de la Jueza Torrente se contrajo en un gesto que oscilaba entre el puchero contenido y la furia contenida. El documento público, una prueba tan simple y sólida que debió haber provocado el sobreseimiento inmediato, solo logró que ella percibiera un golpe bajo a su prestigio. Era una ofensa a su inteligencia, pues confirmaba que este caso, su gran juicio, era una burda falsedad. El derecho a la defensa del procesado no era para ella una garantía fundamental, sino un fastidioso trámite ideado para boicotear sus firmes propósitos.
El caso, que a lo sumo merecía una sanción administrativa o un acuerdo de mediación, era tratado por la Jueza Torrente con una pompa digna de la Corte Penal Internacional. Su megalomanía le exigía que el hombre fuera condenado, y cada elemento de convicción que demostraba la debilidad de la acusación le inflamaba la bilis.
Se presentó un informe pericial psicológico que invalidaba la credibilidad del testigo principal de la parte acusadora. El informe era científico, riguroso y estaba avalado por la Academia de Torenza. Al leer sus conclusiones —que desacreditaban el testimonio y reforzaban la tesis de la inocencia—, la jueza golpeó levemente el mazo con una rigidez que evidenciaba su profundo descontento. En lugar de recibir el dictamen pericial con la ecuanimidad que exige su rol, lo tomó como un desaire profesional. Era como si el perito estuviera personalmente alineado con el acusado, buscando debilitar su sagrado propósito de enviar al hombre a prisión.
La Jueza Elda Torrente no entendía que su función era la sindéresis y la búsqueda de la justicia imparcial. Ella veía en cada evidencia favorable a Apolo una derrota personal ante un hombre al que ella ya había declarado culpable en el santuario de su mente. Su frustración era tan palpable que los presentes podían sentir la tensión de una mujer que se contenía para no descender del estrado, arrebatar el expediente y gritar que todo era una conspiración para hacerla quedar como una incompetente. La sencillez del caso la indignaba, pues evidenciaba la debilidad de su obsesión.
Cuando la defensa presentó el último medio de prueba, un simple mensaje de texto que probaba la inexistencia de un daño, la Jueza se inclinó sobre el escritorio con la mandíbula apretada. Su rostro era el retrato de la mujer caprichosa a la que se le niega un dulce. No era enojo por la falsedad de la acusación; era pura insatisfacción. Para ella, el derecho no existía para absolver a nadie, sino para ser el instrumento de su voluntad de condena. En un juicio que nunca debió existir, la Jueza Torrente, con su actitud ególatra y caprichosa, transformó una simple disputa en su propia batalla personal. Su anhelo no era la justicia, sino una condena que sirviera de bálsamo a su desordenada ambición personal.
El fragor de su narcisismo y su desvarío le permitían a la Jueza Torrente creerse invencible en la tierra de Torenza. Sin embargo, por encima de su capricho y de la endeble estructura judicial que presidía, existen esferas de justicia ineludibles. Más allá del tribunal superior al que tarde o temprano deberá rendir cuentas por sus prevaricaciones, está el Tribunal de Dios, donde no habrá expediente ni artimaña que la ampare. Allí no podrá alegar su perturbador desvarío, su narcisismo ni su psicopatía como eximentes; pues el Juez Supremo la conoce y la juzgará con la verdad de su conciencia, una verdad que la conoció en espíritu incluso antes de que fuera concebida.
La actitud de la Jueza Torrente revela la esencia de un desvío patológico: la sustitución del objetivo de la ley por la obsesión personal. Al tomar como afrenta individual cada elemento probatorio que favorece al procesado, ella pierde de vista la finalidad suprema de su cargo, que es la búsqueda de la verdad procesal. Su terquedad y su fijación en la condena, a pesar de las evidencias en contra, la llevan a redoblar esfuerzos en la dirección equivocada, transformando la administración de justicia en una lucha ególatra.
“El fanatismo consiste en redoblar el esfuerzo cuando has perdido de vista el objetivo” – George Santayana.
Dr. Crisanto Gregorio León
Profesor Universitario. Abogado/Psicólogo/Ex Sacerdote